sábado, 31 de mayo de 2025

"¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?" (Lc 1, 43). En el misterio de la Visitación, el preludio de la misión del Salvador


 (Lectura:capítulo 1 del evangelio de san Lucas,versículos 44-45)

En el relato de la Visitación, san Lucas muestra cómo la gracia de la Encarnación, después de haber inundado a María, lleva salvación y alegría a la casa de Isabel. El Salvador de los hombres, oculto en el seno de su Madre, derrama el Espíritu Santo, manifestándose ya desde el comienzo de su venida al mundo.

El evangelista, describiendo la salida de María hacia Judea, usa el verbo anístemi, que significa levantarse, ponerse en movimiento.Considerando que este verbo se usa en los evangelios para indicar la resurrección de Jesús (cf. Mc 8, 31; 9, 9. 31; Lc 24, 7. 46) o acciones materiales que comportan un impulso espiritual (cf. Lc 5, 27­28; 15, 18. 20), podemos suponer que Lucas, con esta expresión, quiere subrayar el impulso vigoroso que lleva a María, bajo la inspiración del Espíritu Santo, a dar al mundo el Salvador.

El texto evangélico refiere, además, que María realice el viaje "con prontitud" (Lc 1, 39). También la expresión "a la región montañosa" (Lc 1, 39), en el contexto lucano, es mucho más que una simple indicación topográfica, pues permite pensar en el mensajero de la buena nueva descrito en el libro de Isaías: "¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que anuncia salvación, que dice a Sión: 'Ya reina tu Dios'!" (Is 52, 7).

Así como manifiesta san Pablo, que reconoce el cumplimiento de este texto profético en la predicación del Evangelio (cf. Rom 10, 15), así también san Lucas parece invitar a ver en María a la primera evangelista, que difunde la buena nueva, comenzando los viajes misioneros del Hijo divino.

La dirección del viaje de la Virgen santísima es particularmente significativa: será de Galilea a Judea, como el camino misionero de Jesús (cf. Lc 9, 51).

En efecto, con su visita a Isabel, María realiza el preludio de la misión de Jesús y, colaborando ya desde el comienzo de su maternidad en la obra redentora del Hijo, se transforma en el modelo de quienes en la Iglesia se ponen en camino para llevar la luz y la alegría de Cristo a los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos.

El encuentro con Isabel presenta rasgos de un gozoso acontecimiento salvífico, que supera el sentimiento espontáneo de la simpatía familiar. Mientras la turbación por la incredulidad parece reflejarse en el mutismo de Zacarías, María irrumpe con la alegría de su fe pronta y disponible: "Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel" (Lc 1, 40).

San Lucas refiere que "cuando oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno" (Lc 1, 41). El saludo de María suscita en el hijo de Isabel un salto de gozo: la entrada de Jesús en la casa de Isabel, gracias a su Madre, transmite al profeta que nacerá la alegría que el Antiguo Testamento anuncia como signo de la presencia del Mesías.

Ante el saludo de María, también Isabel sintió la alegría mesiánica y "quedó llena de Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: 'Bendita tu entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno' " (Lc 1, 41­42).

En virtud de una iluminación superior, comprende la grandeza de María que, más que Yael y Judit, quienes la prefiguraron en el Antiguo Testamento, es bendita entre las mujeres por el fruto de su seno, Jesús, el Mesías.

La exclamación de Isabel "con gran voz" manifiesta un verdadero entusiasmo religioso, que la plegaria del Avemaría sigue haciendo resonar en los labios de los creyentes, como cántico de alabanza de la Iglesia por las maravillas que hizo el Poderoso en la Madre de su Hijo.

Isabel, proclamándola "bendita entre las mujeres" indica la razón de la bienaventuranza de María en su fe: "¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!" (Lc 1, 45). La grandeza y la alegría de María tienen origen en el hecho de que ella es la que cree.

Ante la excelencia de María, Isabel comprende también qué honor constituye pare ella su visita: "¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?" (Lc 1, 43). Con la expresión "mi Señor", Isabel reconoce la dignidad real, más aun, mesiánica, del Hijo de María. En efecto, en el Antiguo Testamento esta expresión se usaba pare dirigirse al rey (cf. 1 R 1, 13, 20, 21, etc.) y hablar del rey­mesías (Sal 110, 1). El ángel había dicho de Jesús: "El Señor Dios le dará el trono de David, su padre" (Lc 1, 32). Isabel, "llena de Espíritu Santo", tiene la misma intuición. Más tarde, la glorificación pascual de Cristo revelará en qué sentido hay que entender este título, es decir, en un sentido trascendente (cf. Jn 20, 28; Hch 2, 34­36).

Isabel, con su exclamación llena de admiración, nos invita a apreciar todo lo que la presencia de la Virgen trae como don a la vida de cada creyente.

En la Visitación, la Virgen lleva a la madre del Bautista el Cristo, que derrama el Espíritu Santo. Las mismas palabras de Isabel expresan bien este papel de mediadora: "Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo saltó de gozo el niño en mi seno" (Lc 1, 44). La intervención de María produce, junto con el don del Espíritu Santo, como un preludio de Pentecostés, confirmando una cooperación que, habiendo empezado con la Encarnación, esta destinada a manifestarse en toda la obra de la salvación divina.

 

(Juan Pablo II Audiencia General 2 deoctubre de 1996)

 

viernes, 30 de mayo de 2025

Papa Benedicto XVI: Cinco Audiencias Generales sobre San Agustín (5 de 5)

 


San Agustin - Las conversiones

 Después de comentar su vida, sus obras, y algunos aspectos de su pensamiento, hoy quiero volver a hablar de su experiencia interior, que hizo de él uno de los más grandes convertidos de la historia cristiana. A esta experiencia dediqué en particular mi reflexión durante la peregrinación que realicé a Pavía, el año pasado, para venerar los restos mortales de este Padre de la Iglesia. De ese modo le expresé el homenaje de toda la Iglesia católica, y al mismo tiempo manifesté mi personal devoción y reconocimiento con respecto a una figura a la que me siento muy unido por el influjo que ha tenido en mi vida de teólogo, de sacerdote y de pastor.

Todavía hoy es posible revivir la historia de san Agustín sobre todo gracias a las Confesiones, escritas para alabanza de Dios, que constituyen el origen de una de las formas literarias más específicas de Occidente, la autobiografía, es decir, la expresión personal de la propia conciencia. Pues bien, cualquiera que se acerque a este extraordinario y fascinante libro, muy leído todavía hoy, fácilmente se da cuenta de que la conversión de san Agustín no fue repentina ni se realizó plenamente desde el inicio, sino que puede definirse más bien como un auténtico camino, que sigue siendo un modelo para cada uno de nosotros.

Ciertamente, este itinerario culminó con la conversión y después con el bautismo, pero no se concluyó en aquella Vigilia pascual del año 387, cuando en Milán el retórico africano fue bautizado por el obispo san Ambrosio. El camino de conversión de san Agustín continuó humildemente hasta el final de su vida, y se puede decir con verdad que sus diferentes etapas —se pueden distinguir fácilmente tres— son una única y gran conversión.

San Agustín buscó apasionadamente la verdad: lo hizo desde el inicio y después durante toda su vida. La primera etapa en su camino de conversión se realizó precisamente en el acercamiento progresivo al cristianismo. En realidad, había recibido de su madre, santa Mónica, a la que siempre estuvo muy unido, una educación cristiana y, a pesar de que en su juventud había llevado una vida desordenada, siempre sintió una profunda atracción por Cristo, habiendo bebido con la leche materna, como él mismo subraya (cf. Confesiones, III, 4, 8), el amor al nombre del Señor.

(…)

Es un camino que hay que recorrer con valentía y al mismo tiempo con humildad, abiertos a una purificación permanente, que todos necesitamos siempre. Pero, como hemos dicho, el camino de san Agustín no había concluido con aquella Vigilia pascual del año 387.

Al regresar a África, fundó un pequeño monasterio y se retiró a él, junto a unos pocos amigos, para dedicarse a la vida contemplativa y al estudio. Este era el sueño de su vida. Ahora estaba llamado a vivir totalmente para la verdad, con la verdad, en la amistad de Cristo, que es la verdad. Un hermoso sueño que duró tres años, hasta que, contra su voluntad, fue consagrado sacerdote en Hipona y destinado a servir a los fieles. Ciertamente siguió viviendo con Cristo y por Cristo, pero al servicio de todos. Esto le resultaba muy difícil, pero desde el inicio comprendió que sólo podía realmente vivir con Cristo y por Cristo viviendo para los demás, y no simplemente para su contemplación privada.

Así, renunciando a una vida consagrada sólo a la meditación, san Agustín aprendió, a menudo con dificultad, a poner a disposición el fruto de su inteligencia para beneficio de los demás. Aprendió a comunicar su fe a la gente sencilla y a vivir así para ella en aquella ciudad que se convirtió en su ciudad, desempeñando incansablemente una actividad generosa y pesada, que describe con estas palabras en uno de sus bellísimos sermones: «Continuamente predicar, discutir, reprender, edificar, estar a disposición de todos, es una gran carga y un gran peso, una enorme fatiga» (Serm. 339, 4). Pero cargó con este peso, comprendiendo que precisamente así podía estar más cerca de Cristo. Su segunda conversión consistió en comprender que se llega a los demás con sencillez y humildad.

(..)

Pero hay una última etapa en el camino de san Agustín, una tercera conversión: la que lo llevó a pedir perdón a Dios cada día de su vida. Al inicio, había pensado que una vez bautizado, en la vida de comunión con Cristo, en los sacramentos, en la celebración de la Eucaristía, iba a llegar a la vida propuesta en el Sermón de la montaña: a la perfección donada en el bautismo y reconfirmada en la Eucaristía. En la última parte de su vida comprendió que no era verdad lo que había dicho en sus primeras predicaciones sobre el Sermón de la montaña: es decir, que nosotros, como cristianos, vivimos ahora permanentemente este ideal. Sólo Cristo mismo realiza verdadera y completamente el Sermón de la montaña. Nosotros siempre tenemos necesidad de ser lavados por Cristo, que nos lava los pies, y de ser renovados por él. Tenemos necesidad de una conversión permanente. Hasta el final necesitamos esta humildad que reconoce que somos pecadores en camino, hasta que el Señor nos da la mano definitivamente y nos introduce en la vida eterna. San Agustín murió con esta última actitud de humildad, vivida día tras día.

(de la Audiencia General del Papa Benedicto XVI –27 de febrero de 2008)

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Papa Benedicto XVI: Cinco Audiencias Generales sobre San Agustín (4 de 5)

 


San Agustín. 4 - Las obras

Es el Padre de la Iglesia que ha dejado el mayor número de obras, y de ellas quiero hablar hoy brevemente. Algunos de los escritos de san Agustín son de fundamental importancia, no sólo para la historia del cristianismo, sino también para la formación de toda la cultura occidental: el ejemplo más claro son las Confesiones, sin duda uno de los libros de la antigüedad cristiana más leídos todavía hoy. Al igual que varios Padres de la Iglesia de los primeros siglos, aunque en una medida incomparablemente más amplia, también el obispo de Hipona ejerció una influencia amplia y persistente, como lo demuestra la sobreabundante tradición manuscrita de sus obras, que son realmente numerosas.

Él mismo las revisó algunos años antes de morir en las Retractationes y poco después de su muerte fueron cuidadosamente registradas en el Indiculus ("índice") añadido por su fiel amigo Posidio a la biografía de san Agustín, Vita Augustini. La lista de las obras de san Agustín fue realizada con el objetivo explícito de salvaguardar su memoria mientras la invasión de los vándalos se extendía por toda el África romana y contabiliza mil treinta escritos numerados por su autor, junto con otros "que no pueden numerarse porque no les puso ningún número".

Posidio, obispo de una ciudad cercana, dictaba estas palabras precisamente en Hipona, donde se había refugiado y donde había asistido a la muerte de su amigo, y casi seguramente se basaba en el catálogo de la biblioteca personal de san Agustín. Hoy han sobrevivido más de trescientas cartas del obispo de Hipona, y casi seiscientas homilías, pero estas originalmente eran muchas más, quizá entre tres mil y cuatro mil, fruto de cuatro décadas de predicación del antiguo retórico, que había decidido seguir a Jesús, dejando de hablar a los grandes de la corte imperial para dirigirse a la población sencilla de Hipona.

En años recientes, el descubrimiento de un grupo de cartas y de algunas homilías ha enriquecido nuestro conocimiento de este gran Padre de la Iglesia. "Muchos libros —escribe Posidio— fueron redactados y publicados por él, muchas predicaciones fueron pronunciadas en la iglesia, transcritas y corregidas, ya sea para confutar a herejes ya sea para interpretar las sagradas Escrituras para edificación de los santos hijos de la Iglesia. Estas obras —subraya el obispo amigo— son tan numerosas que a duras penas un estudioso tiene la posibilidad de leerlas y aprender a conocerlas" (Vita Augustini, 18, 9).

Entre la producción literaria de san Agustín —por tanto, más de mil publicaciones subdivididas en escritos filosóficos, apologéticos, doctrinales, morales, monásticos, exegéticos y contra los herejes, además de las cartas y homilías— destacan algunas obras excepcionales de gran importancia teológica y filosófica. Ante todo, hay que recordar las Confesiones, antes mencionadas, escritas en trece libros entre los años 397 y 400 para alabanza de Dios. Son una especie de autobiografía en forma de diálogo con Dios. Este género literario refleja precisamente la vida de san Agustín, que no estaba cerrada en sí misma, dispersa en muchas cosas, sino vivida esencialmente como un diálogo con Dios y, de este modo, una vida con los demás.

El título Confesiones indica ya lo específico de esta autobiografía. En el latín cristiano desarrollado por la tradición de los Salmos, la palabra confessiones tiene dos significados, que se entrecruzan. Confessiones indica, en primer lugar, la confesión de las propias debilidades, de la miseria de los pecados; pero al mismo tiempo, confessiones significa alabanza a Dios, reconocimiento de Dios. Ver la propia miseria a la luz de Dios se convierte en alabanza a Dios y en acción de gracias porque Dios nos ama y nos acepta, nos transforma y nos eleva hacia sí mismo.

Sobre estas Confesiones, que tuvieron gran éxito ya en vida de san Agustín, escribió él mismo: "Han ejercido sobre mí un gran influjo mientras las escribía y lo siguen ejerciendo todavía cuando las vuelvo a leer. Hay muchos hermanos a quienes gustan estas obras" (Retractationes, II, 6): y tengo que reconocer que yo también soy uno de estos "hermanos". Gracias a las Confesiones podemos seguir, paso a paso, el camino interior de este hombre extraordinario y apasionado por Dios.

Menos difundidas, aunque igualmente originales y muy importantes son, también, las Retractationes, redactadas en dos libros en torno al año 427, en las que san Agustín, ya anciano, realiza una labor de "revisión" (retractatio) de toda su obra escrita, dejando así un documento literario singular y sumamente precioso, pero también una enseñanza de sinceridad y de humildad intelectual.

De civitate Dei, obra imponente y decisiva para el desarrollo del pensamiento político occidental y para la teología cristiana de la historia, fue escrita entre los años 413 y 426 en veintidós libros (…) Este gran libro es una presentación de la historia de la humanidad gobernada por la divina Providencia, pero actualmente dividida en dos amores. Y este es el designio fundamental, su interpretación de la historia, la lucha entre dos amores: el amor a sí mismo "hasta el desprecio de Dios" y el amor a Dios "hasta el desprecio de sí mismo", (De civitate Dei, XIV, 28), hasta la plena libertad de sí mismo para los demás a la luz de Dios. Este es, tal vez, el mayor libro de san Agustín, de una importancia permanente.

Igualmente importante es el De Trinitate, obra en quince libros sobre el núcleo principal de la fe cristiana, la fe en el Dios trino, escrita en dos tiempos: entre los años 399 y 412 los primeros doce libros, publicados sin saberlo san Agustín, el cual hacia el año 420 los completó y revisó toda la obra. En ella reflexiona sobre el rostro de Dios y trata de comprender este misterio de Dios, que es único, el único creador del mundo, de todos nosotros: precisamente este Dios único es trinitario, un círculo de amor. Trata de comprender el misterio insondable: precisamente su ser trinitario, en tres Personas, es la unidad más real y profunda del único Dios.

El libro De doctrina christiana es, en cambio, una auténtica introducción cultural a la interpretación de la Biblia y, en definitiva, al cristianismo mismo, y tuvo una importancia decisiva en la formación de la cultura occidental.

(…)

La gran responsabilidad que sentía por la divulgación del mensaje cristiano se encuentra en el origen de escritos como el De catechizandis rudibus, una teoría y también una práctica de la catequesis, o el Psalmus contra partem Donati

(…)

En la tradición iconográfica, un fresco de Letrán que se remonta al siglo VI, representa a san Agustín con un libro en la mano (véase la foto), no sólo para expresar su producción literaria, que tanta influencia ejerció en la mentalidad y en el pensamiento cristianos, sino también para expresar su amor por los libros, por la lectura y el conocimiento de la gran cultura precedente

(…)

(De la Audiencia General del Papa Benedicto XVI - 20de febrero de 2008)

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Papa Benedicto XVI: Cinco Audiencias Generales sobre San Agustín (3 de 5)

 


San Agustín. 3 - Armonía entre fe y razón

Mi querido predecesor Juan Pablo II le dedicó, en 1986, es decir, en el decimosexto centenario de su conversión, un largo y denso documento, la carta apostólica Augustinum Hipponensem (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de septiembre de 1986, pp. 15-21). El mismo Papa definió ese texto como «una acción de gracias a Dios por el don que hizo a la Iglesia, y mediante ella a la humanidad entera, gracias a aquella admirable conversión» (n. 1).

Sobre el tema de la conversión hablaré en una próxima audiencia. Es un tema fundamental, no sólo para su vida personal, sino también para la nuestra. En el evangelio del domingo pasado el Señor mismo resumió su predicación con la palabra: "Convertíos". Siguiendo el camino de san Agustín, podríamos meditar en lo que significa esta conversión: es algo definitivo, decisivo, pero la decisión fundamental debe desarrollarse, debe realizarse en toda nuestra vida.

 

La catequesis de hoy está dedicada, en cambio, al tema de la fe y la razón, un tema determinante, o mejor, el tema determinante de la biografía de san Agustín. De niño había aprendido de su madre, santa Mónica, la fe católica. Pero siendo adolescente había abandonado esta fe porque ya no lograba ver su racionalidad y no quería una religión que no fuera también para él expresión de la razón, es decir, de la verdad. Su sed de verdad era radical y lo llevó a alejarse de la fe católica. Pero era tan radical que no podía contentarse con filosofías que no llegaran a la verdad misma, que no llegaran hasta Dios. Y a un Dios que no fuera sólo una hipótesis cosmológica última, sino que fuera el verdadero Dios, el Dios que da la vida y que entra en nuestra misma vida. De este modo, todo el itinerario intelectual y espiritual de san Agustín constituye un modelo válido también hoy en la relación entre fe y razón, tema no sólo para hombres creyentes, sino también para todo hombre que busca la verdad, tema central para el equilibrio y el destino de todo ser humano.

 

Estas dos dimensiones, fe y razón, no deben separarse ni contraponerse, sino que deben estar siempre unidas. Como escribió san Agustín tras su conversión, fe y razón son "las dos fuerzas que nos llevan a conocer" (Contra academicos, III, 20, 43). A este respecto, son justamente célebres sus dos fórmulas (cf. Sermones, 43, 9) con las que expresa esta síntesis coherente entre fe y razón: crede ut intelligas ("cree para comprender") —creer abre el camino para cruzar la puerta de la verdad—, pero también y de manera inseparable, intellige ut credas ("comprende para creer"), escruta la verdad para poder encontrar a Dios y creer.

 

(De la Audiencia General del Papa Benedicto XVI – 30 de enero de 2008)

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Papa Benedicto XVI: Cinco Audiencias Generales sobre San Agustín (2 de 5)

 


Breve biografia – 2da parte

Cuatro años antes de morir, quiso nombrar a su sucesor. Por eso, el 26 de septiembre del año 426, reunió al pueblo en la basílica de la Paz, en Hipona, para presentar a los fieles a quien había designado para esa misión. Dijo: «En esta vida todos somos mortales, pero para cada persona el último día de esta vida es siempre incierto. Sin embargo, en la infancia se espera llegar a la adolescencia; en la adolescencia, a la juventud; en la juventud, a la edad adulta; en la edad adulta, a la edad madura; en la edad madura, a la vejez. Nadie está seguro de que llegará, pero lo espera. La vejez, por el contrario, no tiene ante sí otro período en el que poder esperar; su misma duración es incierta... Yo, por voluntad de Dios, llegué a esta ciudad en el vigor de mi vida; pero ahora mi juventud ha pasado y ya soy viejo» (Ep. 213, 1).

En ese momento, san Agustín dio el nombre de su sucesor designado, el sacerdote Heraclio. La asamblea estalló en un aplauso de aprobación repitiendo veintitrés veces: «¡Demos gracias a Dios! ¡Alabemos a Cristo!». Con otras aclamaciones, los fieles aprobaron, además, lo que después dijo san Agustín sobre sus propósitos para su futuro: quería dedicar los años que le quedaban a un estudio más intenso de las sagradas Escrituras (cf. Ep. 213, 6).

De hecho, en los cuatro años siguientes llevó a cabo una extraordinaria actividad intelectual: escribió obras importantes, emprendió otras no menos relevantes, mantuvo debates públicos con los herejes —siempre buscaba el diálogo—, promovió la paz en las provincias africanas amenazadas por las tribus bárbaras del sur.

(…)

Su primer biógrafo da de él este juicio conclusivo: «Dejó a la Iglesia un clero muy numeroso, así como monasterios de hombres y de mujeres llenos de personas con voto de continencia bajo la obediencia de sus superiores, además de bibliotecas que contenían los libros y discursos suyos y de otros santos, gracias a los cuales se conoce cuál ha sido por gracia de Dios su mérito y su grandeza en la Iglesia, y en los cuales los fieles siempre lo encuentran vivo» (Posidio, Vida, 31, 8).

Es un juicio que podemos compartir: en sus escritos también nosotros lo «encontramos vivo». Cuando leo los escritos de san Agustín no tengo la impresión de que se trate de un hombre que murió hace más o menos mil seiscientos años, sino que lo siento como un hombre de hoy: un amigo, un contemporáneo que me habla, que nos habla con su fe lozana y actual.

En san Agustín, que nos habla, que me habla a mí en sus escritos, vemos la actualidad permanente de su fe, de la fe que viene de Cristo, Verbo eterno encarnado, Hijo de Dios e Hijo del hombre. Y podemos ver que esta fe no es de ayer, aunque haya sido predicada ayer; es siempre actual, porque Cristo es realmente ayer, hoy y para siempre. Él es el camino, la verdad y la vida. De este modo san Agustín nos impulsa a confiar en este Cristo siempre vivo y a encontrar así el camino de la vida.


 (de la Audiencia General del Papa Benedicto XVI –  16 de enero de2008)

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Papa Benedicto XVI: Cinco Audiencias Generales sobre San Agustín (1 de 5)

 


Breve biografía – 1ra parte

Por su singular relevancia, san Agustín ejerció una influencia enorme y podría afirmarse, por una parte, que todos los caminos de la literatura latina cristiana llevan a Hipona (hoy Anaba, en la costa de Argelia), lugar donde era obispo; y, por otra, que de esta ciudad del África romana, de la que san Agustín fue obispo desde el año 395 hasta su muerte, en el año 430, parten muchas otras sendas del cristianismo sucesivo y de la misma cultura occidental.

Pocas veces una civilización ha encontrado un espíritu tan grande, capaz de acoger sus valores y de exaltar su riqueza intrínseca, inventando ideas y formas de las que se alimentarían las generaciones posteriores, como subrayó también Pablo VI: «Se puede afirmar que todo el pensamiento de la antigüedad confluye en su obra y que de ella derivan corrientes de pensamiento que empapan toda la tradición doctrinal de los siglos posteriores» (AAS, 62, 1970, p. 426: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 31 de mayo de 1970, p. 10).

San Agustín es, además, el Padre de la Iglesia que ha dejado el mayor número de obras. Su biógrafo, Posidio, dice: parecía imposible que un hombre pudiera escribir tanto durante su vida. En un próximo encuentro hablaremos de estas diversas obras. Hoy nuestra atención se centrará en su vida, que puede reconstruirse a través de sus escritos,

y en particular de las Confesiones, su extraordinaria autobiografía espiritual, escrita para alabanza de Dios, que es su obra más famosa. Las Confesiones, precisamente por su atención a la interioridad y a la psicología, constituyen un modelo único en la literatura occidental, y no sólo occidental, incluida la no religiosa, hasta la modernidad. Esta atención a la vida espiritual, al misterio del yo, al misterio de Dios que se esconde en el yo, es algo extraordinario, sin precedentes, y permanece para siempre, por decirlo así, como una "cumbre" espiritual.

Pero, volvamos a su vida. San Agustín nació en Tagaste, en la provincia de Numidia, en el África romana, el 13 de noviembre del año 354. Era hijo de Patricio, un pagano que después fue catecúmeno, y de Mónica, cristiana fervorosa. Esta mujer apasionada, venerada como santa, ejerció en su hijo una enorme influencia y lo educó en la fe cristiana. San Agustín había recibido también la sal, como signo de la acogida en el catecumenado. Y siempre quedó fascinado por la figura de Jesucristo; más aún, dice que siempre amó a Jesús, pero que se alejó cada vez más de la fe eclesial, de la práctica eclesial, como sucede también hoy a muchos jóvenes.

(de la Audiencia General del Papa Benedicto XVI 9 de enero de 2008)

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jueves, 29 de mayo de 2025

La riqueza del mandato misionero en las catequesis de Juan Pablo II

 


Juan Pablo II ha trabajado en primera persona para llevar el mensaje de salvación a todos los hermanos y ha hecho de la misión en concreto el pilar de su ministerio. Desde el inicio de su Pontificado ha empleado cualquier circunstancia y cualquier medio (viajes, audiencias, visitas ad limina, catequesis, encuentros, etc.) para recordar a todos la permanente validez del mandato misionero de la Iglesia y, sobre todo, para mantener siempre viva la conciencia misionera del pueblo de Dios.


Con ocasión de la tradicional audiencia general, que cada miércoles reservaba a los miles de peregrinos llegados de todo el mundo, Juan Pablo II, en el periodo que va desde el 8 de noviembre de 1978 hasta el 3 de enero de 1996, ha sostenido 534 catequesis que se referían a las principales verdades de la fe.

 

El primer ciclo de sus catequesis (1978) se centró en las cuatro virtudes cardinales (Prudencia,  Justicia, Fortaleza y Templanza). 

Desde septiembre de 1979 hasta abril de 1980, las catequesis enfocaron el tema de la Unidad original del hombre y de la mujer, a la luz del libro de la Génesis.

Siguieron las catequesis sobre el Discurso de la Montaña: Bienaventurados los puros de corazón (1980-1981); 

54 catequesis sobre la Teología del Cuerpo Místico de Cristo (1981 -1984);

20 catequesis sobre la Moralidad y Espiritualidad conyugales,con reflexiones sobre la Encíclica “Humanae vitae” (1984-1985); 

63 catequesis sobre el Credo, parte I: Dios Padre y Creador (1985-1986); 

98 catequesis sobre el Credo, parte II: Jesús Hijo y Salvador (1986-1989); 

81 catequesis sobre el Credo, parte III: El Espíritu SantoDador de Vida (1989-1991); 

147 catequesis sobre la Iglesia en el Credo (1991-1996). 

En el marco de las catequesis relativas al misterio de la Iglesia en el Credo, en el periodo que va desde el 5 de abril hasta el 21 dejunio de 1995, Juan Pablo II ha dedicado un ciclo sistemático y orgánico de 9 catequesis a los elementos fundamentales y esenciales de la misión de la Iglesia, a las bases sobre las que se funda, a los nuevos desafíos de la misión y a las cuestiones relacionadas con el creciente empeño por el ecumenismo. En las primeras doscatequesis misioneras (“La Misión universal de la Iglesia”, del 5 de abril  , y “La naturaleza misionera de la Iglesia”, del 19 de abril), 

Juan Pablo II ha puntualizado la naturaleza de la Misión universal de la Iglesia y los elementos fundamentales que la contraseñan.

En la catequesis sobre el “Desarrollo histórico y perspectivaescatológica de la misión” del 26 de abril de 1995, Juan Pablo II revela que la misión universal de la Iglesia se desarrolla en el tiempo y se cumple a lo largo de la historia de la humanidad.

 En las sucesivas dos catequesis, del 3 y del 10 de mayo de 1995, su “Misión y misiones” l

y “Finalidad de la actividad misionera”, el Papa recuerda las incomprensiones nacidas por motivos históricos contingentes que, durante un cierto periodo, han puesto en relación la actividad misionera con la colonización política, poniendo en duda así el valor de la actividad misionera y su finalidad evangelizadora. El Papa se detiene a puntualizar con absoluta claridad cuál es la finalidad de la actividad misionera de la Iglesia.

En las cuatro catequesis siguientes, el Papa dedica amplio espacio a subrayar

los nuevosdesafíos que la sociedad actual presenta a la actividad misionera de nuestrotiempo (17 de mayo de 1995), 

insiste en que Cristo es el camino para la salvación de todos (31 de mayo), 

invita a las iglesias locales a trabajar para la misión universal (14 de junio)

y analiza el deber misionero de la Iglesia en las relacionescon el mundo (21 de junio de 1995). 

Fuente: Agencia Fides 6/04/05)  - Yo solo he agregado enlaces guia, no todos exactamente directos, pero sirven como ayuda a ubicar las catequesis individuales.

 

La Ascensión de Jesús

 


“La Ascensión de Jesús es un acontecimiento que dejó una huella tan indeleble en la memoria de los primeros discípulos, que encontramos testimonio de ella en los evangelios y en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Cuarenta días después de su resurrección, Jesús llevó a sus discípulos al monte de los Olivos, "hacia Betania", y, "mientras los bendecía, se separó de ellos y fue elevado al cielo" (Lc 24, 50-51). Naturalmente, ellos se quedaron mirando hacia las alturas, pero inmediatamente dos ángeles les preguntaron: "¿Qué hacéis ahí mirando al cielo? El mismo Jesús (...) volverá como lo habéis visto marcharse" (Hch 1, 11).

"En la tierra como en el cielo": estas palabras, que repetimos todos los días en la oración del Padre nuestro, expresan muy bien la nueva condición de los discípulos, transformados por la experiencia del misterio pascual de Cristo. Son, al mismo tiempo, ciudadanos de la tierra y del cielo. 

En efecto, Cristo creó en sí mismo el puente entre el cielo y la tierra: él es el Mediador entre Dios y el hombre, entre el reino de los cielos y la historia del mundo. Los creyentes, unidos a él en su mismo Espíritu, forman una comunidad nueva, la Iglesia, cuya naturaleza es al mismo tiempo visible y espiritual, peregrina en el mundo y partícipe de la gloria celestial (cf. Lumen gentium, 8 y 48-51).3.

María santísima fue asociada a este misterio más que cualquier otra criatura. Como nueva Eva, de la que nació el nuevo Adán, señala el camino de nuestro compromiso en la tierra; al mismo tiempo, habiendo sido elevada al cielo en cuerpo y alma, nos invita a tender hacia nuestra verdadera patria, donde nos espera la plenitud de la vida en el amor de Dios uno y trino.

La Iglesia, mientras rema mar adentro… no pierde de vista la estrella polar, que orienta su navegación. Esta estrella es Cristo, Señor de los siglos. Junto a él está su Madre, nuestra Madre, que no cesa de acompañar a sus hijos durante su peregrinación terrena. A ella dirigimos nuestra mirada con sincera esperanza.”


 

martes, 27 de mayo de 2025

La vocación universal a la santidad - El verdadero misionero es el santo



La llamada a la misión deriva de por sí de la llamada a la santidad. Cada misionero, lo es auténticamente si se esfuerza en el camino de la santidad: « La santidad es un presupuesto fundamental y una condición insustituible para realizar la misión salvífica de la Iglesia ».174

La vocación universal a la santidad está estrechamente unida a la vocación universal a la misión. Todo fiel está llamado a la santidad y a la misión. Esta ha sido la ferviente voluntad del Concilio al desear, « con la claridad de Cristo, que resplandece sobre la faz de la Iglesia, iluminar a todos los hombres, anunciando el Evangelio a toda criatura ».175 La espiritualidad misionera de la Iglesia es un camino hacia la santidad.

El renovado impulso hacia la misión ad gentes exige misioneros santos. No basta renovar los métodos pastorales, ni organizar y coordinar mejor las fuerzas eclesiales, ni explorar con mayor agudeza los fundamentos bíblicos y teológicos de la fe: es necesario suscitar un nuevo « anhelo de santidad » entre los misioneros y en toda la comunidad cristiana, particularmente entre aquellos que son los colaboradores más íntimos de los misioneros.176

 

Pensemos, queridos hermanos y hermanas, en el empuje misionero de las primeras comunidades cristianas. A pesar de la escasez de medios de transporte y de comunicación de entonces, el anuncio evangélico llegó en breve tiempo a los confines del mundo. Y se trataba de la religión de un hombre muerto en cruz, « escándalo para los judíos, necedad para los gentiles » (1 Cor 1, 23). En la base de este dinamismo misionero estaba la santidad de los primeros cristianos y de las primeras comunidades.

91. Me dirijo, por tanto, a los bautizados de las comunidades jóvenes y de las Iglesias jóvenes. Hoy sois vosotros la esperanza de nuestra Iglesia, que tiene dos mil años: siendo jóvenes en la fe, debéis ser como los primeros cristianos e irradiar entusiasmo y valentía, con generosa entrega a Dios y al prójimo; en una palabra, debéis tomar el camino de la santidad. Sólo de esta manera podréis ser signos de Dios en el mundo y revivir en vuestros países la epopeya misionera de la Iglesia primitiva. Y seréis también fermento de espíritu misionero para las Iglesias más antiguas.

 

Por su parte, los misioneros reflexionen sobre el deber de ser santos, que el don de la vocación les pide, renovando constantemente su espíritu y actualizando también su formación doctrinal y pastoral. El misionero ha de ser un « contemplativo en acción ». El halla respuesta a los problemas a la luz de la Palabra de Dios y con la oración personal y comunitaria. El contacto con los representantes de las tradiciones espirituales no cristianas, en particular, las de Asia, me ha corroborado que el futuro de la misión depende en gran parte de la contemplación. El misionero, si no es contemplativo, no puede anunciar a Cristo de modo creíble. El misionero es un testigo de la experiencia de Dios y debe poder decir como los Apóstoles: « Lo que contemplamos ... acerca de la Palabra de vida ..., os lo anunciamos » (1 Jn 1, 1-3).

El misionero es el hombre de las Bienaventuranzas. Jesús instruye a los Doce, antes de mandarlos a evangelizar, indicándoles los caminos de la misión: pobreza, mansedumbre, aceptación de los sufrimientos y persecuciones, deseo de justicia y de paz, caridad; es decir, les indica precisamente las Bienaventuranzas, practicadas en la vida apostólica (cf. Mt 5, 1-12). Viviendo las Bienaventuranzas el misionero experimenta y demuestra concretamente que el Reino de Dios ya ha venido y que él lo ha acogido. La característica de toda vida misionera auténtica es la alegría interior, que viene de la fe. En un mundo angustiado y oprimido por tantos problemas, que tiende al pesimismo, el anunciador de la « Buena Nueva » ha de ser un hombre que ha encontrado en Cristo la verdadera esperanza. 

(Juan Pablo II – de la Enciclica Redemptoris Missio (90) – Sobre la permanente validez del mandato misionero) 

Ánimo, no temáis, anunciad que Jesús es el Señor

 


Ánimo, no temáis, anunciad que Jesús es el Señor: «En ningún otro nombre hay salvación» (Hch 4, 12).

Decid a todos que «abrirse al amor de Cristo es la verdadera liberación. En él, sólo en él, somos liberados de toda forma de alienación y extravío, de la esclavitud al poder del pecado y de la muerte» (Redemptoris missio, 11). Él es camino y verdad, resurrección y vida (cf. Jn 14, 6; 11, 25); él es el «Verbo de la vida» (Jn 1, 1).

Anunciad a Cristo con la palabra, anunciadlo con manifestaciones concretas de solidaridad, haced visible su amor al hombre, colocándoos, con la Iglesia y en la Iglesia, siempre «en la primera línea de la caridad», donde «muchos de sus hijos e hijas, especialmente religiosos y religiosas, con formas antiguas y siempre nuevas, han consagrado y continúan consagrando su vida a Dios, ofreciéndola por amor al prójimo más débil y necesitado» (Evangelium vitae, 27).

(…)

Para ser artífice de la nueva evangelización, toda comunidad cristiana debe hacer propia la lógica del don y de la gratuidad que encuentra en la misión ad gentes no sólo la ocasión para sostener a quien se encuentra en necesidad espiritual y material, sino, sobre todo, una extraordinaria oportunidad de crecimiento hacia la madurez de la fe.

(…)

A las familias, a los sacerdotes, a las religiosas, a los religiosos, y a todos los creyentes en Cristo, repito: tened siempre la audacia de anunciar al Señor Jesús. Todo creyente está llamado a cooperar en la difusión del Evangelio y a vivir el espíritu y los gestos de la misión entregándose con generosidad a los hermanos. Como recordaba en la encíclica Evangelium vitae, somos un pueblo de enviados y sabemos que «en nuestro camino nos guía y sostiene la ley del amor: el amor del que es fuente y modelo el Hijo de Dios hecho hombre, que con su muerte ha dado la vida al mundo» (n. 79).

 

(Juan Pablo II – del Mensaje para la Jornada Mundial de lasMisiones de 1995)

lunes, 26 de mayo de 2025

Quienes son los agustinos : Historia de la Orden

 


La Orden de San Agustín, busca seguir a Jesucristo a través de las enseñanzas de san Agustín de Hipona (354- 430 d.C.) y la espiritualidad de tradición mendicante (s. XIII). El carisma agustino tiene como referente las primeras comunidades descritas en los Hechos de los Apóstoles. La Orden de San Agustín nació jurídicamente en marzo de 1244, cuando el Papa Inocencio IV unió a varios grupos de ermitaños al servicio de la Iglesia Universal como comunidad de frailes mendicantes. La Orden, desde sus comienzos, ha reconocido a San Agustín de Hipona como su padre, maestro y guía espiritual, no solo porque ha recibido la Regla y el nombre de la Orden de él, sino también porque ha recibido de él su doctrina y espiritualidad.

La Gran Unión se llevó a cabo en el año de 1256, en el convento romano de la fundación toscana de Santa María del Popolo, nuevamente bajo la dirección del cardenal Annibaldi, con delegados que vinieron de cada convento. Lanfranco Septala de Milán, anterior superior de los Ermitaños de Juan Bueno, fue el primer prior general de la Orden, que abarca 180 casas religiosas en Italia, Austria, Alemania, Suiza, Países Bajos, Francia, España, Portugal, Hungría, Bohemia e Inglaterra.

La Unión de 1256 fue un paso importante en la reforma de la vida religiosa de la Iglesia. Por ello el Papa intentó poner fin a la confusión que se originaba por el excesivo número de pequeños grupos religiosos y canalizar sus fuerzas espirituales en un apostolado de predicación y cuidado pastoral en las naciones ciudades de Europa. Los Agustinos ocuparon su lugar como frailes mendicantes junto a los Dominicos, los Franciscanos, y, poco después, los Carmelitas.

La identidad espiritual de la Orden tuvo dos fundamentos. El primero en la persona de san Agustín de quien recibió sus ideas sobre la vida religiosa, especialmente la importancia de la búsqueda interior de Dios y de la vida común. La segunda fue el Movimiento mendicante por el que la Orden de San Agustín llega a ser una fraternidad apostólica.

Hoy en día la Orden, tiene presencia en los 5 continentes, siendo parte de su misión evangelizadora más de 330 parroquias, 110 colegios y 6 universidades.

(Fuente: pagina oficial de los Agustinos, Peru,  que invito visitar. Allí pueden encontrar información completa de Agustinos en el mundo, espiritualidad, obras apostólicas, pastoral agustina, noticias, eventos, contactos, etc)  

 

San Felipe Neri – apóstol de Roma y santo de la alegría

 


El 26 de mayo de 1979 Juan Pablo II visitaba el lugar santo donde reposa san Felipe Neri: la iglesia de Santa Maria in Vallicella.  En su homilía que comenzaba diciendo : ¡Mi venida era un deber, era una necesidad del alma y era también una ansiosa espera!” les recordaba a los fieles que a partir de 1534, “cuando llegó desconocido y pobre peregrino, hasta 1595, año de su venturosa muerte, San Felipe Neri tuvo un amor vivísimo a Roma. ¡Para Roma vivió, trabajó, estudió, sufrió, oró, amó, murió! ¡Tuvo a Roma en la mente y en su corazón, en sus preocupaciones, en sus proyectos, en sus instituciones, en sus alegrías y también en sus dolores!  Para Roma San Felipe fue hombre de cultura y de caridad, de estudio y de organización, de enseñanza y de oración; para Roma fue sacerdote santo, confesor infatigable, educador ingenioso y amigo de todos, y de modo especial fue consejero experto y delicado director de conciencias. A él recurrieron Papas y cardenales, obispos y sacerdotes; príncipes y políticos, religiosos y artistas”

Les recordaba también que “este hombre de profunda fe y sacerdote fervoroso, genial y clarividente, dotado también de carismas especiales, supo mantener indemne el depósito de la verdad recibida y lo transmitió íntegro y puro, viviéndolo enteramente y anunciándolo sin compromisos.”  Y delineaba tres perspectivas de su vida  siempre vigentes: 

La humildad de la inteligencia – “La inteligencia es don de Dios que hace al hombre semejante a El; pero la inteligencia debe aceptar sus límites”... “insistía en este sentido de humildad frente a Dios”.

Coherencia cristiana -Con sabiduría cristiana supo sacar de los principios de la fe las razones profundas de su actividad y de toda su vida. Y de esta lógica de la fe nace espontáneo un estilo de vida, caracterizado por la alegría, la confianza, la serenidad, el sano optimismo, que no es facilonería banal e insensible, sino visión trascendente de la historia, visión escatológica de la realidad humana. De esta alegría interior nacía su extraordinaria fuerza de apostolado y su fino y proverbial humorismo, por el que fue llamado "el santo de la alegría" y su casa fue llamada "casa de la alegría". Sobre este estilo de vida dulce y austero, alegre y comprometido, fundó el "Oratorio", que se difundió por el mundo entero y que entre tantos méritos tuvo también el del desarrollo de la música y del canto sagrado.

La pedagogía de la gracia - una tercera enseñanza de nuestro santo, muy actual y necesaria. San Felipe, con respeto pleno a la personalidad de cada uno, planteó el "proyecto educativo" apoyándose en la realidad de la "gracia" y lo desarrolló en cinco directrices principales: el conocimiento delicado de cada uno de les niños y jóvenes mediante la escucha paciente y afectuosa, —la iluminación de la mente con las verdades de la fe mediante lecturas y meditaciones, —la devoción eucarística y mariana, —la caridad para con el prójimo, —el juego en sus más variadas manifestaciones.

Con ocasión de las celebraciones del cuarto centenario del "dies natalis" del  "profeta de la alegría" San Felipe Neri, “ Juan Pablo II en su Mensaje a los miembros de la Confederación del Oratorio les recordaba:  supo seguir a Jesús, insertándose activamente en la civilización de su tiempo… abierto a las exigencias de la sociedad de su tiempo, no rechazó ese anhelo de alegría, sino que se esforzó por dar a conocer su verdadero manantial, que había descubierto en el mensaje evangélico. La palabra de Cristo es la que modela el rostro auténtico del hombre, revelando los rasgos que hacen de él un hijo amado por el Padre, acogido como hermano por el Verbo encarnado, y santificado por el Espíritu Santo. Las leyes del Evangelio y los mandamientos de Cristo conducen a la alegría y a la felicidad: ésta es la verdad que san Felipe Neri proclamaba a los jóvenes con los que se encontraba en su trabajo apostólico diario. Su anuncio venía dictado por su íntima experiencia de Dios, sobre todo en la oración. La oración nocturna en las catacumbas de San Sebastián, adonde se retiraba con frecuencia, no sólo era una búsqueda de soledad, sino también el deseo de dialogar allí con los testigos de la fe, el deseo de interrogarlos, como los cultos del renacimiento dialogaban con los clásicos de la antigüedad. De ese conocimiento brotaba la imitación, y después la emulación.”

 Invito visitar: Arquidiócesis de Madrid San Felipe Neri

 

sábado, 24 de mayo de 2025

In Illo uno unum - «en Aquel uno —o sea en Cristo—, somos uno»


Mi elección ha tenido lugar mientras se conmemora el 1700 aniversario del Primer Concilio Ecuménico de Nicea. Ese Concilio representa una etapa fundamental para la elaboración del credo compartido por todas las Iglesias y Comunidades eclesiales. Conforme estamos caminando hacia el restablecimiento de la plena comunión entre todos los cristianos, reconocemos que esta unidad debe ser unidad en la fe. En cuanto Obispo de Roma, considero uno de mis deberes prioritarios la búsqueda del restablecimiento de la plena y visible comunión entre todos aquellos que profesan la misma fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo.

 

En realidad, la preocupación por la unidad ha sido siempre una constante en mí, como atestigua el lema que he elegido para mi ministerio episcopal: In Illo uno unum, una expresión de san Agustín de Hipona que recuerda que también nosotros, aun siendo muchos, «en Aquel uno —o sea en Cristo—, somos uno» (Enarr. in Ps., 127,3). Nuestra comunión se realiza, en efecto, en la medida que convergemos en el Señor Jesús. Cuanto más le somos fieles y obedientes, más unidos estamos entre nosotros. Por eso, como cristianos, estamos llamados a orar y trabajar juntos para alcanzar paso a paso esta meta, que es y será siempre obra del Espíritu Santo.

 

(Del discurso del Papa Leon XIV a las delegaciones ecuménicas e interreligiosas – 19 de mayo de 2025)