“También
el alma, como la tierra buena, necesita un cuidado vigilante para dar fruto.
Hay que acoger en ella la semilla de la Palabra de Dios, enseñada por la
Iglesia: hay que regarla frecuentemente con los sacramentos que nos infunden la
gracia; hay que abonarla con el esfuerzo por practicar las virtudes cristianas;
hay que quitar las malas hierbas de las pasiones desviadas; y hay que compartir
sus frutos por el buen ejemplo y la propagación de la fe. No hay cultivo más
importante que éste ni que ofrezca fruto más seguro, un fruto que va hasta la
vida eterna.”
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