(Imagen de Peter Paul Rubens Wikimedia)
María es la Inmaculada
por un don gratuito de la gracia de Dios, que encontró en Ella perfecta
disponibilidad y colaboración. En este sentido es «bienaventurada» porque «ha
creído» (Lc 1, 45), porque tuvo una fe firme en Dios. María
representa el «resto de Israel», esa raíz santa que los profetas anunciaron. En
ella encuentran acogida las promesas de la antigua Alianza. En María la Palabra
de Dios encuentra escucha, recepción, respuesta; halla aquel «sí» que le
permite hacerse carne y venir a habitar entre nosotros. En María la humanidad,
la historia, se abren realmente a Dios, acogen su gracia, están dispuestas a
hacer su voluntad. María es expresión genuina de la Gracia. Ella representa el
nuevo Israel, que las Escrituras del Antiguo Testamento describen con el
símbolo de la esposa. Y san Pablo retoma este lenguaje en la Carta a los
Efesios donde habla del matrimonio y dice que «Cristo amó a su Iglesia: Él se
entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del
agua y la palabra, y para presentarse a Él mismo la Iglesia toda gloriosa, sin
mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada» (5, 25-27). Los
Padres de la Iglesia desarrollaron esta imagen y así la doctrina de la
Inmaculada nació primero en referencia a la Iglesia virgen-madre, y
sucesivamente a María. Así escribe poéticamente Efrén el Sirio: «Igual que los
cuerpos mismos pecaron y mueren, y la tierra, su madre, está maldita (cf. Gn 3,
17-19), así, a causa de este cuerpo que es la Iglesia incorruptible, su tierra
está bendita desde el inicio. Esta tierra es el cuerpo de María, templo en el
cual se ha puesto una semilla» (Diatessaron 4, 15: SC 121, 102).
La
luz que promana de la figura de María nos ayuda también a comprender el
verdadero sentido del pecado original. En María está plenamente viva y operante
esa relación con Dios que el pecado rompe. En Ella no existe oposición alguna
entre Dios y su ser: existe plena comunión, pleno acuerdo. Existe un «sí»
recíproco, de Dios a ella y de ella a Dios. María está libre del pecado porque
es toda de Dios, totalmente expropiada para Él. Está llena de su Gracia, de su
Amor.
En
conclusión, la doctrina de la Inmaculada Concepción de María expresa la certeza
de fe de que las promesas de Dios se han cumplido: su alianza no fracasa, sino
que ha producido una raíz santa, de la que ha brotado el Fruto bendito de todo
el universo, Jesús, el Salvador. La Inmaculada demuestra que la Gracia es capaz
de suscitar una respuesta; que la fidelidad de Dios sabe
generar una fe verdadera y buena.
(Benedicto XVI
Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen Maria – Ángelus Plaza
San Pedro 8 de diciembre de 2012)
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