La devoción popular
invoca a María como Reina. El Concilio, después de recordar la asunción de la
Virgen «en cuerpo y alma a la gloria del cielo», explica que fue «elevada (...)
por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su
Hijo, Señor de los señores (cf. Ap 19, 16) y vencedor del
pecado y de la muerte» (Lumen gentium, 59).
El título de Reina no
sustituye, ciertamente, el de Madre: su realeza es un corolario de su peculiar
misión materna, y expresa simplemente el poder que le fue conferido para
cumplir dicha misión.
Citando
la bula Ineffabilis Deus, de Pío IX, el Sumo Pontífice Pío XII pone
de relieve esta dimensión materna de la realeza de la Virgen: «Teniendo hacia
nosotros un afecto materno e interesándose por nuestra salvación, ella extiende
a todo el género humano su solicitud. Establecida por el Señor como Reina del
cielo y de la tierra, elevada por encima de todos los coros de los ángeles y de
toda la jerarquía celestial de los santos, sentada a la diestra de su Hijo
único, nuestro Señor Jesucristo, obtiene con gran certeza lo que pide con sus
súplicas maternas; lo que busca, lo encuentra, y no le puede faltar» (AAS 46
[1954] 636-637).
Así
pues, los cristianos miran con confianza a María Reina, y esto no sólo no
disminuye, sino que, por el contrario, exalta su abandono filial en aquella que
es madre en el orden de la gracia.
Más
aún, la solicitud de María Reina por los hombres puede ser plenamente eficaz
precisamente en virtud del estado glorioso posterior a la Asunción. Esto lo
destaca muy bien san Germán de Constantinopla, que piensa que ese estado
asegura la íntima relación de María con su Hijo, y hace posible su intercesión
en nuestro favor. Dirigiéndose a María, añade: Cristo quiso «tener, por decirlo
así, la cercanía de tus labios y de tu corazón; de este modo, cumple todos los
deseos que le expresas, cuando sufres por tus hijos, y él hace, con su poder
divino, todo lo que le pides» (Hom 1: PG 98, 348).
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