Nada de lo ideado e intentado logró impedir que aquellos nueve
días entre el 2 y el 10 de junio de 1979 marcaran el momento crucial de los
treinta años de forcejeo con el comunismo de Karol Wojtyla, nueve días durante
los cuales la historia del siglo XX cambió su rumbo de manera
fundamental, gracias al encuentro religioso más multitudinario jamás
visto en la parte del mundo controlado por un gobierno comunista. Mientras un
nervioso Edward Gierek observaba desde lo alto del hotel sobre la Plaza de la
Victoria en Varsovia, Juan Pablo II celebraba Misa ante una enorme multitud
invocando el poder del Espíritu Santo para que “renovara la faz de la tierra –
de esta tierra”. A partir de entonces y hasta el momento que
en el aeropuerto secara sus lagrimas el 10 de junio al partir hacia Roma desde
el aeropuerto de Balice, Karol Wojtyla se mostro en todo momento como el
verdadero maestro de mentes y corazones de su gente a quienes devolvía su
autentica historia y cultura – su verdadera identidad. Sin referirse
jamás a temas de política o economía; y fuera de las cortesías habituales
durante las ceremonias de bienvenida y despedida, cumplió su misión
como si las autoridades de la republica del pueblo polaco sencillamente no
existieran, al menos no de manera significativa. Pero restaurando la
autentica identidad a un pueblo que había estado oprimido durante cuarenta años
– devolviéndole Polonia y a los polacos y devolviéndoles su propia
identidad de polacos – creó nuevas herramientas de resistencia que el comunismo
sencillamente no podría dominar.
Encendiendo la chispa de una revolución moral entre el 2 y el 10 de junio de 1979 Juan Pablo II entrego en manos de su pueblo la llave de su propia liberación; la clave del despertar de las conciencias. Y lo pudo hacer porque logró captar la esencia del drama moderno polaco, que conocía desde adentro. En su homilía en la Plaza de la Victoria recordó a sus compatriotas el heroísmo épico y la fe inquebrantable sustentada durante la insurrección de Varsovia en 1944 cuando Polonia fue abandonada por sus aliados occidentales y el ejército rojo se instalo a orillas del rio sin actuar. Y sin embargo, no obstante la destrucción de Varsovia después del alzamiento los polacos encontraron la figura de Cristo cargando la cruz, hallada en la destruida iglesia de la Santa Cruz. Y esa figura recordaba a Polonia lo que Juan Pablo II llamo “un solo criterio” – Jesucristo, la verdadera medida del hombre, de la libertad, de la historia.
Durante aquellos nueve días Juan Pablo II logró representar uno de los mayores acontecimientos de una figura pública durante el siglo veinte, debido a sus dotes personales únicas, debido inclusive a su talento instintivo de hacerle sentir a cada miembro de esa enorme multitud que le estaba hablando a cada uno en particular. Como aquella anécdota de Czestochowa ante una multitud de un millón de personas donde un minero al verse interrumpido por un colega le responde “cállate, no me hables cuando me está hablando mi Papa”.
George
Weigel: El final y el principio (Planeta, 2011),
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