Estamos en la víspera del día en que celebraremos los
cincuenta años de la apertura del concilio ecuménico Vaticano II - recordaba el
Papa Benedicto en su Audiencia General del 10 de octubre de 2012 -. En la
próxima Audiencia daría comienzo a las reflexiones sobre la fe y daba inicio al
Año de la fe.
Con esta Catequesis quiero comenzar a reflexionar —con
algunos pensamientos breves— sobre el gran acontecimiento de Iglesia que fue el
Concilio, acontecimiento del que fui testigo directo. El Concilio, por decirlo
así, se nos presenta como un gran fresco, pintado en la gran multiplicidad y
variedad de elementos, bajo la guía del Espíritu Santo. Y como ante un gran
cuadro, de ese momento de gracia incluso hoy seguimos captando su
extraordinaria riqueza, redescubriendo en él pasajes, fragmentos y teselas
especiales.
El beato Juan Pablo II, en el umbral del tercer milenio,
escribió: «Siento más que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran
gracia que la Iglesia ha recibido en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha
ofrecido una brújula segura para orientarnos en el camino del siglo que
comienza» (Novo millennio ineunte, 57). Pienso que esta imagen es elocuente. Los documentos
del concilio Vaticano II, a los que es necesario volver, liberándolos de una
masa de publicaciones que a menudo en lugar de darlos a conocer los han
ocultado, son, incluso para nuestro tiempo, una brújula que permite a la barca
de la Iglesia avanzar mar adentro, en medio de tempestades o de ondas serenas y
tranquilas, para navegar segura y llegar a la meta.
Recuerdo bien aquel periodo: era un joven profesor de
teología fundamental en la Universidad de Bonn, y fue el arzobispo de Colonia,
el cardenal Frings, para mí un punto de referencia humano y sacerdotal, quien
me trajo a Roma con él como su teólogo consultor; luego fui nombrado también
perito conciliar. Para mí fue una experiencia única: después de todo el fervor
y el entusiasmo de la preparación, pude ver una Iglesia viva —casi tres mil
padres conciliares de todas partes del mundo reunidos bajo la guía del Sucesor
del Apóstol Pedro— que asiste a la escuela del Espíritu Santo, el verdadero
motor del Concilio. Raras veces en la historia se pudo casi «tocar» concretamente,
como entonces, la universalidad de la Iglesia en un momento de la gran
realización de su misión de llevar el Evangelio a todos los tiempos y hasta los
confines de la tierra. En estos días, si volvéis a ver las imágenes de la
apertura de esta gran Asamblea, a través de la televisión y otros medios de
comunicación, podréis percibir también vosotros la alegría, la esperanza y el
aliento que nos ha dado a todos nosotros tomar parte en ese evento de luz, que
se irradia hasta hoy.
(continuar leyendo en el Sitio de la Santa Sede)
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