(…) La actitud misionera comienza
siempre con un sentimiento de profunda estima frente a lo que «en el hombre
había»,75 por
lo que él mismo, en lo íntimo de su espíritu, ha elaborado respecto a los
problemas más profundos e importantes; se trata de respeto por todo lo que en
él ha obrado el Espíritu, que «sopla donde quiere».76 La
misión no es nunca una destrucción, sino una purificación y una nueva
construcción por más que en la práctica no siempre haya habido una plena
correspondencia con un ideal tan elevado. La conversión que de ella ha de tomar
comienzo, sabemos bien que es obra de la gracia, en la que el hombre debe
hallarse plenamente a sí mismo.
Por esto la Iglesia de nuestro tiempo da gran
importancia a todo lo que el Concilio Vaticano II ha expuesto en la Declaración sobre la libertad religiosa, tanto
en la primera como en la segunda parte del documento.77 Sentimos
profundamente el carácter comprometedor de la verdad que Dios nos ha revelado.
Advertimos en particular el gran sentido de responsabilidad ante esta verdad.
La Iglesia, por institución de Cristo, es su custodia y maestra, estando
precisamente dotada de una singular asistencia del Espíritu Santo para que
pueda custodiarla fielmente y enseñarla en su más exacta integridad.78 Cumpliendo
esta misión, miramos a Cristo mismo, que es el primer evangelizador79 y
miramos también a los Apóstoles, Mártires y Confesores. La Declaración sobre la libertad religiosa nos
muestra de manera convincente cómo Cristo y, después sus Apóstoles, al anunciar
la verdad que no proviene de los hombres sino de Dios («mi doctrina no es mía,
sino del que me ha enviado»,80 esto
es, del Padre), incluso actuando con toda la fuerza del espíritu, conservan una
profunda estima por el hombre, por su entendimiento, su voluntad, su conciencia
y su libertad.81 De
este modo, la misma dignidad de la persona humana se hace contenido de aquel
anuncio, incluso sin palabras, a través del comportamiento respecto de ella.
Tal comportamiento parece corresponder a las necesidades particulares de
nuestro tiempo. Dado que no en todo aquello que los diversos sistemas, y
también los hombres en particular, ven y propagan como libertad está la
verdadera libertad del hombre, tanto más la Iglesia, en virtud de su misión
divina, se hace custodia de esta libertad que es condición y base de la
verdadera dignidad de la persona humana.
Jesucristo sale al encuentro del hombre de toda
época, también de nuestra época, con las mismas palabras: «Conoceréis la verdad
y la verdad os librará».82 Estas
palabras encierran una exigencia fundamental y al mismo tiempo una advertencia:
la exigencia de una relación honesta con respecto a la verdad, como condición
de una auténtica libertad; y la advertencia, además, de que se evite cualquier
libertad aparente, cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier
libertad que no profundiza en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo.
También hoy, después de dos mil años, Cristo aparece a nosotros como Aquel que
trae al hombre la libertad basada sobre la verdad, como Aquel que libera al
hombre de lo que limita, disminuye y casi destruye esta libertad en sus mismas
raíces, en el alma del hombre, en su corazón, en su conciencia. ¡Qué
confirmación tan estupenda de lo que han dado y no cesan de dar aquellos que,
gracias a Cristo y en Cristo, han alcanzado la verdadera libertad y la han
manifestado hasta en condiciones de constricción exterior!
(Juan
Pablo II: de la Carta Enciclica Redemptor Hominis, 12)
No hay comentarios:
Publicar un comentario