Precisamente aquí, en San Calixto, recuerdo la primera cena con el entonces arzobispo de Cracovia, Wojtyla. Él sabía que trabajaba en la Secretaría de Estado, y me pidió que le explicara esa “cosa misteriosa” que eran para él las oficinas del Palacio Apostólico.
Otra vez, en Lublin, estábamos una noche con el cardenal Wojtyla en el teatro, y me contaba que de joven también él había sido actor. Pocos meses después de su nombramiento como Papa me recibió, y comenzamos a hablar, entre otras cosas, de París. Descubrí entonces que había estado en el Institute catholique estudiando francés, y me preguntó: «Usted trabajó mucho tiempo con mi gran predecesor, Pablo VI, hábleme de él».
Desde
entonces, ¡cuántos encuentros con el Papa Wojtyla!… El último, a mediados del
pasado diciembre, para una comida. Le enseñaba la cruz pectoral que Su Santidad
el patriarca de Moscú, Alexis II, me había dado en señal de comunión de fe y
las fotos de mi encuentro con Alexis. A lo que el Papa me dijo: «La cultura es
la clave del encuentro». Con estos recuerdos, ¿qué otras cosas podría decir de
él? Que era un hombre de una humanidad extraordinaria, que iba unida a su fe. Y
siempre, siempre, todo en la cruz de Cristo.
No olvidaré nunca las misas concelebradas con él, especialmente las de su
capilla privada. Una especialmente. Éramos pocas personas, y él me invitó a mí
a leer el Evangelio. Era el Evangelio de Juan, cuando el Señor le pregunta a
Pedro: «Señor, ¿me amas tú?». Y él allí, delante de mí, mientras yo leía, cada
vez que Jesús repetía aquella pregunta a Simón, respondía con su cuerpo, en
silencio, apretando aún más sus manos en actitud de oración, llevándoselas a la
cara, apretando los ojos, y con toda su alma respondía: «Señor, tú sabes que te
amo».
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