Aquella Misa en el Gemelli
Conocí a Karol Wojtyla en 1962. Creo que somos pocos los que lo conocían desde
hacía tanto tiempo. Estaba yo entonces en la Congregación para la Educación
católica y me encargaba de los seminarios de las naciones de lengua inglesa,
alemana, de los países del otro lado de la cortina de hierro y de los colegios
eclesiásticos de Roma.
Pocos
días antes del Concilio vino a verme el rector del Colegio polaco y me dijo:
«Hágame un favor». «Por supuesto que sí, si puedo», le respondí. «En estos días
tengo a todos los obispos polacos alojados en mi Colegio, no saben nada de
Italia y han escuchado muchas cosas… positivas y negativas. Venga usted a
explicar». Yo, joven como era entonces, no quería ir, pero el rector me obligó
literalmente. Me preparé un poco y fui al encuentro. Hablé durante una hora y
veinte, con palabras sencillas y frases cortas, en polaco –conozco diez
palabras– y en italiano. Al finalizar, los obispos polacos me hicieron sentir
gran embarazo por los cumplidos que me dirigieron, realmente salidos del
corazón. El último de la fila era el joven auxiliar de Cracovia, monseñor
Wojtyla, a quien no conocía, el cual me dirigió textualmente estas
palabras, hablando muy despacio en italiano, que todavía no dominaba: «Muchas
gracias, porque he entendido todo lo que ha dicho, y si he entendido yo, han
entendido todos los obispos de Polonia». Luego, moviendo la mano como imitando
una barrera, continuó diciendo: «Nosotros estamos fuera de Europa, no sabemos
si, al terminar el Concilio, podremos volver a Roma. Pero si esto es posible,
¿podríamos volver a vernos? Usted habla claro…». «Excelencia… con mucho gusto»,
respondí.
Luego él fue nombrado arzobispo de Cracovia y presidente de la Comisión
episcopal para los seminarios y las Facultades teológicas polacas, y yo me
convertí en subsecretario de la Congregación para la Educación católica. Entre
1962 y 1978 vendría a Roma por lo menos cuarenta o cincuenta veces, si no más.
Quisiera testimoniar sólo una cosa que siempre me impresionó de él: su infinita
humanidad. Una vez fui a visitarlo a Cracovia. Quería ofrecerme a toda costa su
habitación, que era muy sencilla (había una cama que más bien parecía un somier
con colchón…), parecía la celda de un monje, con muebles como de ocasión. «Pero
eminencia, perdone, esta es su habitación, habrá otro lugar donde pueda
quedarme», repliqué. El cardenal Wojtyla respondió: «Sí, sí, en el desván hay
algunas habitaciones, pero están llenas de polvo… Le diré a la hermana que
limpie un poco y yo me iré a dormir allí, usted se queda aquí».
Su humanidad… Vino a verme tras sufrir yo un ataque cardíaco, y vino hace cinco
años cuando, después de una operación de carótida, se me paralizó la cuerda
vocal derecha (me desperté de la anestesia casi mudo y tuve que hacer
logoterapia cada día durante siete meses). Poco después de mi vuelta a casa, el
Papa me llamó para invitarme a comer, como había hecho tantas veces. Después de
saludarme, me preguntó cómo estaba. Nos sentamos, yo no podía hablar bien
todavía y él, durante toda la comida, con el codo apoyado en la mesa y la mano
cerca de la oreja, trataba de entender las pocas palabras que intentaba
pronunciar. Al terminar la comida, se levantó, se me acercó y empezó a
acariciarme la parte del cuello que había sufrido la operación. Luego me dijo, como
un padre: «No tema, verá, le volverá la voz, vamos a rezarle al Señor».
Un Papa tan humano, capaz de bromear… En 1976 predicó los ejercicios
espirituales en la Curia. Un día, en 1977, el ujier me advirtió que el cardenal
Wojtyla quería verme. No me había advertido y yo ya tenía una larga serie de
personas que me esperaban. ¡Así que le hice esperar casi una hora! Cuando lo
recibí le pedí inmediatamente perdón, pero él se justificó: «No le había
telefoneado». Nos sentamos y yo le anuncié que habíamos resuelto el problema.
Efectivamente, el gobierno comunista polaco había publicado un decreto por el
que los docentes de las Universidades teológicas polacas no podían utilizar el
título de profesor, y si lo hacían, serían sancionados, dado que las
Universidades pontificias todavía no estaban reconocidas por el Estado. Pero él
ya sabía que la cuestión estaba resuelta, cosa que le alegraba. Me dijo: «Le he
traído un regalo». «Pero, eminencia, usted sabe que durante el trabajo en la
Curia no podemos recibir nada», respondí. «Pero este es un don personal»,
replicó, y sacó de su carpeta el volumen Signo de contradicción. «¿Sabía
usted que el año pasado prediqué los ejercicios? La Universidad Católica de
Milán ha imprimido mis meditaciones, aquí las tiene». «Bueno, un libro puedo
recibirlo», dije yo. Lo abrí y encontré una dedicatoria escrita de su puño y
letra, muy bonita, como las otras con las que me honraría ya como Papa.
Entonces le expliqué que, trabajando en la Congregación, no tenía tiempo para
hacer una semana entera de ejercicios espirituales en el Vaticano, así que los
hacía durante mi período de vacaciones. Entonces se puso serio y me dijo de
broma: «¡¿No ha venido usted a mis ejercicios espirituales!?». «No he escuchado
ni tan siquiera una palabra». Estábamos sentados cerca, me tomó del brazo con
fuerza y dijo: «¡No se ha perdido usted nada!».
Cuando me operaron del corazón, hace once años, también él estaba en el Gemelli
para la operación de la cadera, y un sábado monseñor Stanislaw vino a mi
habitación, porque el Papa les decía siempre a sus visitas: «Tienen que ir a
visitar también a monseñor Marchisano: estamos haciendo una competición para
ver quién es el primero que sale de este hospital». Don Stanislaw me comunicó
que el Papa quería que fuera yo a celebrar la misa con él el día siguiente,
domingo, dado que estaba en la cama. El día después me sentía ya mejor y fui.
Le saludé; en la habitación había sólo una monja, que le puso una estola,
siguiendo él tumbado. Así celebramos la santa misa.
Al final rezamos una pequeña oración de gracias. Luego me acerqué y le dije:
«Santidad, ¿se ha dado cuenta de que ha pasado algo muy importante en esta
media hora?». «¿Qué ha pasado?». «Algo muy importante», dije sonriendo. Y él
volvió a preguntar: «¿Qué ha pasado?». «Que usted, a pesar de ser el Papa, ha
concelebrado durante media hora conmigo, que he sido el primer celebrante. ¡Así
que durante media hora he sido yo el jefe de la Iglesia!». Y él aprobó con una
palmada diciendo: «¡Bien, bien!», y se echó a reír…
Hay otros muchos episodios que describen la humanidad infinita de este hombre.
Cuando me dio el primer infarto, el cardenal Wojtyla, que me buscaba en la
oficina, se enteró y vino a mi casa. Le abrió la puerta mi prima, que me
cuidaba, y le dijo que no podía visitarme porque los médicos lo habían
prohibido. Él le suplicó: «Déjeme entrar, déjeme entrar…». Mi prima vino a
decirme que el cardenal Wojtyla estaba en la puerta; le dije que le dejara
pasar. Se sentó a mi lado en la cama, como un hermano, hablando de muchas cosas
(como cuando venía a verme a la Congregación para la Educación católica para
ver los libros que le interesaban), y se quedó haciéndome compañía, con
sencillez, durante una hora. Después de que en 1988 me ordenara obispo, tuvo
ocasiones de ver a mi prima, y cada vez le decía: «¡Ah!, ¿usted es la señora
que no quería dejarme entrar en su casa?».
Una vez estaba yo en los Estados Unidos, en Chicago, donde me invitaba siempre
un cardenal, que me dijo que al día siguiente llegarían tres obispos polacos a
visitar a sus paisanos que estaban en la ciudad. Entre ellos estaba Wojtyla,
que se sorprendió y se alegró de verme allí. Me pidió que diéramos una vuelta
juntos por la ciudad, y fuimos a dar un paseo, de nuevo como dos hermanos.
Cuando le veía enfermo, me volvían a la mente todas estas experiencias, y
sentía realmente pena por él.
Creo que ha sido esta humanidad suya –el saber acoger a las personas, tener una
buena palabra para todos– lo que le ha hecho ser tan amado y tan amable para
todos, para ese inmenso gentío que le saludó hasta el último momento.
(Fuente: 30Giorni,
2005)
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