«Quédate con nosotros,
Señor, porque atardece y el día va de caída» (cf.Lc 24,29). Ésta
fue la invitación apremiante que, la tarde misma del día de la resurrección,
los dos discípulos que se dirigían hacia Emaús hicieron al Caminante que a lo
largo del trayecto se había unido a ellos. Abrumados por tristes pensamientos,
no se imaginaban que aquel desconocido fuera precisamente su Maestro, ya
resucitado. No obstante, habían experimentado cómo «ardía» su corazón
(cf. ibíd. 32) mientras él les hablaba «explicando» las Escrituras.
La luz de la Palabra ablandaba la dureza de su corazón y «se les abrieron los
ojos» (cf. ibíd. 31). Entre la penumbra del crepúsculo y el ánimo
sombrío que les embargaba, aquel Caminante era un rayo de luz que despertaba la
esperanza y abría su espíritu al deseo de la plena luz. «Quédate con nosotros»,
suplicaron, y Él aceptó. Poco después el rostro de Jesús desaparecería, pero el
Maestro se había quedado veladamente en el «pan partido», ante el cual se
habían abierto sus ojos.
(…)
En el camino de nuestras
dudas e inquietudes, y a veces de nuestras amargas desilusiones, el divino
Caminante sigue haciéndose nuestro compañero para introducirnos, con la interpretación
de las Escrituras, en la comprensión de los misterios de Dios. Cuando el
encuentro llega a su plenitud, a la luz de la Palabra se añade la que brota del
«Pan de vida», con el cual Cristo cumple a la perfección su promesa de «estar
con nosotros todos los días hasta el fin del mundo» (cf. Mt 28,20).
La «fracción del pan» —como al principio se
llamaba a la Eucaristía— ha estado siempre en el centro de la vida de la
Iglesia. Por ella, Cristo hace presente a lo largo de los siglos el misterio de
su muerte y resurrección. En ella se le recibe a Él en persona, como «pan vivo
que ha bajado del cielo» (Jn 6,51), y con Él se nos da la prenda de
la vida eterna, merced a la cual se pregusta el banquete eterno en la Jerusalén
celeste.
(de la Carta Apostólica Mane Nobiscum Domine de Juan Pablo II)
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