La gloria de la
Trinidad en la Ascensión
[…]
La Ascensión de Cristo al
cielo, narrada por san Lucas como coronamiento de su evangelio y como inicio de
su segunda obra, los Hechos de los Apóstoles, se ha de entender bajo esta luz.
Se trata de la última aparición de Jesús, que "termina con la entrada
irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube y por
el cielo" (Catecismo de la Iglesia católica, n. 659).
El cielo es, por excelencia, el signo de la trascendencia divina. Es la zona
cósmica que está sobre el horizonte terrestre, dentro del cual se desarrolla la
existencia humana.
Cristo, después de
recorrer los caminos de la historia y de entrar también en la oscuridad de la
muerte, frontera de nuestra finitud y salario del pecado (cf. Rm 6,
23), vuelve a la gloria, que desde la eternidad (cf. Jn 17, 5)
comparte con el Padre y con el Espíritu Santo. Y lleva consigo a la humanidad
redimida. En efecto, la carta a los Efesios afirma: "Dios, rico en
misericordia, por el grande amor con que nos amó, (...) nos vivificó juntamente
con Cristo (...) y nos hizo sentar en los cielos con Cristo Jesús" (Ef 2,
4-6). Esto vale, ante todo, para la Madre de Jesús, María, cuya Asunción es
primicia de nuestra ascensión a la gloria.
3. Frente al Cristo
glorioso de la Ascensión nos detenemos a contemplar la presencia de toda la
Trinidad. Es sabido que el arte cristiano, en la así llamada Trinitas
in cruce ha representado muchas veces a Cristo crucificado sobre el
que se inclina el Padre en una especie de abrazo, mientras entre los dos vuela la
paloma, símbolo del Espíritu Santo (así, por ejemplo, Masaccio en la iglesia de
Santa María Novella, en Florencia). De ese modo, la cruz es
un símbolo unitivo que enlaza la unidad y la divinidad, la muerte y la
vida, el sufrimiento y la gloria
[…]
¡Oh mis Tres, mi todo, mi
Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad en la que me pierdo, yo me
abandono a ti..., a la espera de poder contemplar a tu luz el abismo de tu
grandeza!" (Elevación a la Santísima Trinidad, 21 de noviembre de
1904).
(de la Audiencia General de Juan Pablo II del 24 de mayo de 2000)
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