Santa Clara, nacida en Asís en torno a
los años 1193-1194, en el seno de la noble familia de Favarone de Offreduccio,
recibió, sobre todo de su madre Ortolana, una sólida educación cristiana.
Iluminada por la gracia divina, se dejó atraer por la nueva forma de vida
evangélica iniciada por san Francisco y sus compañeros, y decidió, a su vez,
emprender un seguimiento más radical de Cristo. Dejó su casa paterna en la
noche entre el domingo de Ramos y el Lunes santo de 1211 (ó 1212) y, por
consejo del mismo santo, se dirigió a la iglesita de la Porciúncula, cuna de la
experiencia franciscana, donde, ante el altar de Santa María, se desprendió de
todas sus riquezas, para vestir el hábito pobre de penitencia en forma de cruz.
Después de un breve período de búsqueda, llegó al pequeño monasterio de San
Damián, a donde la siguió también su hermana menor, Inés. Allí se le unieron
otras compañeras, deseosas de encarnar el Evangelio en una dimensión
contemplativa. Ante la determinación con la que la nueva comunidad monástica
seguía las huellas de Cristo, considerando que la pobreza, el esfuerzo, la
tribulación, la humillación y el desprecio del mundo eran motivo de gran
alegría espiritual, san Francisco se sintió movido por afecto paterno y les
escribió: "Ya que, por inspiración divina, os habéis hecho hijas y
esclavas del altísimo sumo Rey, el Padre celestial, y os
habéis desposado con el Espíritu Santo, eligiendo
vivir conforme a la perfección del santo Evangelio, quiero y prometo
tener siempre, por mí mismo y por medio de mis hermanos, diligente cuidado y
especial solicitud de vosotras no menos que de ellos" (Regla
de santa Clara, cap. VI, 3-4).
Santa Clara insertó estas palabras en el capítulo central de su Regla,
reconociendo en ellas no sólo una de las enseñanzas recibidas del santo, sino
también el núcleo fundamental de su carisma, que se delinea en el contexto trinitario
y mariano del evangelio de la Anunciación. En efecto, san Francisco veía la
vocación de las Hermanas Pobres a la luz de la Virgen María, la humilde esclava
del Señor que, al concebir por obra del Espíritu Santo, se convirtió en la
Madre de Dios. La humilde esclava del Señor es el prototipo de la Iglesia,
virgen, esposa y madre.
Santa Clara percibía su vocación como una llamada a vivir siguiendo el ejemplo
de María, que ofreció su virginidad a la acción del Espíritu Santo para
convertirse en Madre de Cristo y de su Cuerpo místico. Se sentía estrechamente
asociada a la Madre del Señor y, por eso, exhortaba así a santa Inés de Praga,
princesa bohemia que se había hecho clarisa: "Llégate a esta
dulcísima Madre, que engendró un Hijo que los cielos no podían contener, pero
ella lo acogió en el estrecho claustro de su santo vientre y lo llevó en su
seno virginal" (Carta tercera a Inés de Praga, 18-19).
La figura de María acompañó el camino vocacional de la santa de Asís hasta el
final de su vida. Según un significativo testimonio dado durante su proceso de
canonización, en el momento en que Clara estaba a punto de morir, la Virgen se
acercó a su lecho e inclinó la cabeza sobre ella, cuya vida había sido una
radiante imagen de la suya.”
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