Contemplar a María
significa mirarnos en un modelo que Dios mismo nos ha dado para nuestra
elevación y para nuestra santificación.
Y María hoy nos enseña,
ante todo, a conservar intacta la fe en Dios, esa fe que se
nos dio en el bautismo y que debe crecer y madurar continuamente en nosotros
durante las diversas etapas de nuestra vida cristiana. Comentando las palabras
de San Lucas (Lc 2, 19), San Ambrosio se expresa así:
"Reconozcamos en todo el pudor de la Virgen Santa, que, inmaculada en el
cuerpo no menos que en las palabras, meditaba en su corazón los temas de
la fe" (Expos. Evang. sec. Lucam II, 54: CCL XIV,
pág. 54). También nosotros, hermanos y hermanas queridísimos, debemos meditar
continuamente en nuestro corazón "los temas de la fe", es decir,
debemos estar abiertos y disponibles a la Palabra de Dios, para conseguir que
nuestra vida cotidiana —a nivel personal, familiar, profesional— esté siempre
en perfecta sintonía y en armoniosa coherencia con el mensaje de Jesús, con la
enseñanza de la Iglesia, con los ejemplos de los Santos.
María, la Virgen-Madre,
proclama hoy de nuevo ante todos nosotros el valor altísimo de la maternidad, gloria
y alegría de la mujer, y además el de la virginidad cristiana, profesada
y acogida "por amor del Reino de los cielos" (cf. Mt 19,
12), esto es, como un testimonio en este mundo caduco, de ese mundo final en el
que los que se salvan serán "como los ángeles de Dios" (cf. Mt 22,
30).
(de la Homilia de Juan Pablo II el 8 de septiembre de 1980 en Frascati)
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