(Imagen de Wikimedia)
El 4 de noviembre de 1972, fiesta de San Carlos Borromeo en
su homilía en la Iglesia de Santa Catalina
El 4 de noviembre de 1978, en su primer discurso como Pontífice, el día de su onomástico así les hablaba de su vida y de su santo Patrono al Sagrado Colegio, siempre consciente de la rica herencia recibida de sus padres, del inmenso don recibido y su identificación con su santo patrono:
“Deseo agradecer de todo corazón las expresiones de benevolencia
hacia mi persona. El día del santo siempre hace converger la atención y cariño
de los más cercanos, de la familia, hacia la persona que lleva un nombre
determinado. Este nombre nos recuerda el amor de nuestros padres que al
imponerlo querían en cierto modo precisar el puesto de su hijo en la comunidad
de amor que es la familia. Ellos han sido los primeros que le han llamado con
ese nombre y con ellos, los hermanos y hermanas, los parientes, los amigos y
los compañeros. Y así el nombre ha trazado el camino del hombre entre los
hombres; entre los hombres más cercanos y más queridos.
Pero el misterio del nombre va más lejos. Los padres, que
impusieron el nombre al niño en el bautismo, querían indicar su puesto en la
gran asamblea de amor que es la Familia de Dios. La Iglesia sobre la tierra
propende incesantemente hacia las dimensiones de esta familia en el misterio de
la Comunión de los Santos. Al imponer el nombre al propio hijo, los padres
quieren introducirlo en la continuidad de este misterio.
Mis padres queridísimos me dieron el nombre de Karol (Carlos), que
era también el nombre de mi padre. Ciertamente, jamás pudieron prever ellos
(los dos murieron jóvenes) que este nombre iba a abrir a su niño el camino
entre los grandes acontecimientos de la Iglesia de hoy.
¡San Carlos! Cuántas veces me he arrodillado ante sus reliquias en
la catedral de Milán. Cuántas veces he meditado en su vida, contemplando en mi
mente la figura gigantesca de este hombre de Dios y siervo de la Iglesia,
Carlos Borromeo, cardenal, obispo de Milán y hombre del Concilio. Es él uno de
los grandes protagonistas de la reforma profunda de la Iglesia del siglo XVI,
realizada por el Concilio de Trento, que quedará siempre vinculada a su nombre;
también es él uno de los artífices de la institución de los seminarios
eclesiásticos, confirmada en toda su esencia por el Concilio Vaticano II. El
fue asimismo siervo de las almas, que no se dejaba nunca amedrentar; siervo de
los que sufrían, de los enfermos, de los condenados a muerte.
¡Mi Patrono! En su nombre mis padres, mi parroquia y mi patria se
proponían prepararme desde el principio a un singular servicio a la Iglesia, en
el contexto del actual Concilio, con tantas tareas inherentes a su puesta en
práctica, y también en el conjunto de las experiencias y sufrimientos del
hombre de hoy.”
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