Un análisis sobre la
pureza será un complemento indispensable de las palabras pronunciadas por
Cristo en el sermón de la montaña, sobre las que hemos centrado el ciclo de
nuestras presentes reflexiones. Cuando Cristo, explicando el significado justo
del mandamiento: "No adulterarás", hizo una llamada al hombre
interior, especificó, al mismo tiempo, la dimensión fundamental de la pureza,
con la que están marcadas las relaciones recíprocas entre el hombre y la mujer
en el matrimonio y fuera del matrimonio. Las palabras: "Pero yo os digo
que todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su
corazón" (Mt 5, 28) expresan lo que contrasta con la pureza. A
la vez, estas palabras exigen la pureza que en el sermón de la montaña está comprendida
en el enunciado de las bienaventuranzas: "Bienaventurados los limpios
de corazón, porque ellos verán a Dios" (Mt 5, 8).De este
modo, Cristo dirige al corazón humano una llamada: lo invita, no lo acusa, como
ya hemos aclarado anteriormente.
Cristo ve en el corazón, en lo íntimo del
hombre, la fuente de la pureza —pero también de la impureza moral— en el
significado fundamental y más genérico de la palabra. Esto lo confirma, por
ejemplo, la respuesta dada a los fariseos, escandalizados por el hecho de que
sus discípulos "traspasan la tradición de los ancianos, pues no se lavan
las manos cuando comen" (Mt 15, 2). Jesús dijo entonces a los
presentes: "No es lo que entra por la boca lo que hace impuro al hombre;
pero lo que sale de la boca, eso es lo que le hace impuro" (Mt 15,
11). En cambio, a sus discípulos, contestando a la pregunta de Pedro, explicó
así estas palabras: "... lo que sale de la boca procede del corazón, y eso
hace impuro al hombre. Porque del corazón provienen los malos pensamientos, los
homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos
testimonios, las blasfemias. Esto es lo que hace impuro al hombre: pero comer
sin lavarse las manos, eso no hace impuro al hombre"(cf. Mt 15,
18-20; también Mc 7, 20-23).
(de la
Audiencia General de Juan Pablo II del 10 de diciembre de 1980)
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