Jesús resucitado se
aparece a los discípulos varias veces. Consuela con paciencia sus corazones
desanimados. De este modo realiza, después de su resurrección, la “resurrección
de los discípulos”. Y ellos, reanimados por Jesús, cambian de vida. Antes, tantas
palabras y tantos ejemplos del Señor no habían logrado transformarlos. Ahora,
en Pascua, sucede algo nuevo. Y se lleva a cabo en el signo de la misericordia.
Jesús los vuelve a levantar con la misericordia ―los vuelve a levantar con la
misericordia― y ellos, misericordiados, se vuelven misericordiosos.
Es muy difícil ser misericordioso si uno de se da cuenta de ser
miseridocordiado.
Ante todo, son misericordiados por
medio de tres dones: primero Jesús les ofrece la paz, después el
Espíritu, y finalmente las llagas. En primer lugar, les
da la paz…..: «¡La paz esté con ustedes!»(…)!
Como el Padre me envió,
así yo los envío a ustedes» (Jn 20,21). Es como si dijera: “Los
mando porque creo en ustedes (…) Y los discípulos se sienten misericordiados:
sienten que Dios no los condena, no los humilla, sino que cree en ellos.(…) Jesús
hoy repite una vez más: “Paz a ti, que eres valioso a mis ojos. Paz a ti, que
tienes una misión. Nadie puede realizarla en tu lugar. Eres insustituible. Y Yo
creo en ti”.
Jesús
misericordia a los discípulos dándoles el Espíritu Santo. Lo otorga
para la remisión de los pecados (cf. vv. 22-23). Los discípulos
eran culpables, habían huido abandonando al Maestro. Y el pecado atormenta, el
mal tiene su precio.(…) Como aquellos discípulos, necesitamos dejarnos
perdonar, decir desde lo profundo del corazón: “Perdón Señor”. Abrir el corazón
para dejarse perdonar. El perdón en el Espíritu Santo es el don pascual para
resurgir interiormente. Pidamos la gracia de acogerlo, de abrazar el
Sacramento del perdón. Y de comprender que en el centro de la Confesión no
estamos nosotros con nuestros pecados, sino Dios con su misericordia. No nos
confesamos para hundirnos, sino para dejarnos levantar(…) Lo necesitamos, así
como los niños pequeños, todas las veces que caen, necesitan que el papá los
vuelva a levantar. También nosotros caemos con frecuencia. Y la mano del Padre
está lista para volver a ponernos en pie y hacer que sigamos adelante. Esta
mano segura y confiable es la Confesión. Es el Sacramento que vuelve a
levantarnos, que no nos deja tirados, llorando contra el duro suelo de nuestras
caídas. Es el Sacramento de la resurrección, es misericordia pura.
Y el que recibe las confesiones debe hacer sentir la dulzura de la
misericordia. Este es el camino de los sacerdotes que reciben las confesiones
de la gente: hacerles sentir la dulzura de la misericordia de Jesús que perdona
todo. Dios perdona todo.
Después
de la paz que rehabilita y el perdón que realza, el tercer don con el que Jesús
misericordia a los discípulos es ofrecerles sus llagas. Esas llagas
nos han curado (cf. 1 P 2,24; Is 53,5). Pero,
¿cómo puede curarnos una herida? Con la misericordia. (..) Las llagas son
canales abiertos entre Él y nosotros, que derraman misericordia sobre nuestras
miserias. Las llagas son los caminos que Dios ha abierto completamente para que
entremos en su ternura y experimentemos quién es Él, y no dudemos más de su
misericordia. (…).
«¡Señor
mío y Dios mío!» (Jn 20,28). Y todo nace aquí, en la gracia de ser
misericordiados. Aquí comienza el camino cristiano. (…)
Así, misericordiados, los discípulos se
volvieron misericordiosos….. Ahora comparten todo, tienen «un solo
corazón y una sola alma» (Hch 4,32). ¿Cómo cambiaron tanto? Vieron
en los demás la misma misericordia que había transformado sus vidas.
Descubrieron que tenían en común la misión, que tenían en común el perdón y el
Cuerpo de Jesús; compartir los bienes terrenos resultó una consecuencia
natural. El texto dice después que «no había ningún necesitado entre ellos» (v.
34). Sus temores se habían desvanecido tocando las llagas del Señor, ahora no
tienen miedo de curar las llagas de los necesitados. Porque allí ven a Jesús.
Porque allí está Jesús, en las llagas de los necesitados.
(..)
No vivamos una fe a medias, que recibe pero no da, que acoge el don
pero no se hace don. Hemos sido misericordiados, seamos misericordiosos. Porque
si el amor termina en nosotros mismos, la fe se seca en un intimismo estéril.
Sin los otros se vuelve desencarnada. Sin las obras de misericordia muere
(cf. St 2,17). Hermanos, hermanas, dejémonos resucitar por la
paz, el perdón y las llagas de Jesús misericordioso. Y pidamos la gracia de
convertirnos en testigos de misericordia. Sólo así la fe estará
viva. Y la vida será unificada. Sólo así anunciaremos el Evangelio de Dios, que
es Evangelio de misericordia.
(Papa Francisco Homilía en la Santa Misa en la Fiesta dela Divina Misericordia 11.04.2021)
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