El Espíritu creador, que hemos invocado con el canto —Veni creator Spiritus—, es el Espíritu que descendió sobre Jesús, el protagonista silencioso de su misión: «El Espíritu del Señor está sobre mí» (Lc 4,18). Pidiéndole que visite nuestras mentes, multiplique los lenguajes, encienda los sentidos, infunda el amor, reconforte los cuerpos y done la paz, nos hemos abierto a acoger el Reino de Dios. Es esta la conversión según el Evangelio: encaminarnos hacia el Reino que ya está cerca.
(…)
Queridos
hermanos y hermanas, Dios ha creado el mundo para que nosotros estuviésemos
juntos. “Sinodalidad” es el nombre eclesial de esta conciencia. Es el camino
que pide a cada uno reconocer la propia deuda y el propio tesoro, sintiéndose
parte de una totalidad, fuera de la cual todo se marchita, incluso el más
original de los carismas. Miren: toda la creación existe sólo en la modalidad
del existir juntos, a veces peligroso, pero aun así juntos siempre (cf. Carta
enc., Laudato si’ 16; 117). Y esto que nosotros llamamos “historia”
toma forma sólo en la modalidad de reunirse, de una convivencia, frecuentemente
en medio de disensos, pero aun así una convivencia. Lo contrario es mortal y
desgraciadamente está ante nuestros ojos cada día. Que sus agregaciones y
comunidades sean entonces lugares donde se practique la fraternidad y la
participación, no sólo en cuanto lugares de encuentro, sino en cuanto lugares
de espiritualidad. El Espíritu de Jesús cambia al mundo, porque cambia los
corazones. Inspira, en efecto, esa dimensión contemplativa de la vida que aleja
la autoafirmación, la murmuración, el espíritu de controversia, el dominio de
las conciencias y de los recursos. El Señor es el Espíritu y donde está el
Espíritu del Señor hay libertad (cf. 2 Co 3,17). La auténtica
espiritualidad nos compromete, por tanto, al desarrollo humano integral,
actualizando entre nosotros la palabra de Jesús. Donde esto sucede hay alegría.
Alegría y esperanza.
La
evangelización, queridos hermanos y hermanas, no es una conquista humana del
mundo, sino la infinita gracia que se difunde a través de vidas transformadas
por el Reino de Dios. Es el camino de las bienaventuranzas, un itinerario que
recorremos juntos, en continua tensión entre el “ya” y el “todavía no”,
hambrientos y sedientos de justicia, pobres de espíritu, misericordiosos,
mansos, puros de corazón, que trabajan por la paz. Para seguir a Jesús en este
camino que Él ha elegido no sirven poderosos protectores, compromisos mundanos
o estrategias emocionales. La evangelización es obra de Dios y, si a veces pasa
a través de nuestras personas, es por los vínculos que hace posible. Estén por
tanto profundamente ligados a cada una de las Iglesias particulares y a las
comunidades parroquiales donde alimentan y gastan sus carismas. Cerca de sus
obispos y en sinergia con todos los otros miembros del Cuerpo de Cristo
actuaremos, entonces, en armoniosa sintonía. Los desafíos que la humanidad
enfrenta serán menos espantosos, el futuro será menos oscuro, el discernimiento
menos difícil, si juntos obedeciéramos al Espíritu.
Que María, Reina de los Apóstoles y Madre de la Iglesia, interceda por nosotros.
(de laHomilia del Santo Padre Leon XIV 7 de junio de 2925 – Vigilia de Pentecostescon movimientos, asociaciones y nuevas comunidades)
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