1. «La verdad os hará libres» (Jn 8,
32).
Estas palabras de Jesús constituyen el hilo
conductor de la reciente encíclica Veritatis splendor, que ha querido ser un
anuncio de verdad y un himno a la libertad: valor tan sentido por el hombre de
nuestro tiempo y profundamente apreciado por la Iglesia.
Pero, ¿qué es la libertad?
La cultura contemporánea vive de modo dramático
esa pregunta. En efecto, se halla muy difundida la tendencia a considerar la
libertad algo absoluto, desligado de todo límite y sentido de
responsabilidad. Ahora bien, una libertad así entendida seria evidentemente
inauténtica y peligrosa. Por consiguiente, no es casualidad el hecho de que
todas las sociedades sientan la necesidad de regular de alguna manera su
ejercicio.
¿Dónde encuentra su legitimidad esa regulación?
Si se tratara de una intervención puramente pragmática y convencional, sin un
arraigo profundo, las sociedades quedarían radicalmente expuestas al triunfo
del arbitrio, amenazadas siempre por el atropello y el dominio del más fuerte.
La verdadera garantía de una libertad ordenada está en su fundamento
moral, reconocido por los individuos y las comunidades en su conjunto.
2. «La verdad os hará libres».
Según el Evangelio, la libertad debe
apoyarse sobre el cimiento granítico de la verdad. No todo lo que
es posible materialmente resulta también lícito moralmente. La libertad moral
no es la facultad de hacer lo que se quiera, sino la capacidad que tiene el ser
humano de realizar, sin constricciones, lo que corresponde a su
vocación de hijo de Dios, hecho a imagen de su Creador.
El hombre, por consiguiente, no es
verdaderamente libre cuando se aparta de las exigencias profundas e inmutables
de su naturaleza. Fuera de esta verdad, acabaría por ser prisionero de sus
peores instintos, esclavo del pecado (cf. Jn 8,
34), y sus éxitos, tanto personales como sociales, no serían más que desastres,
como por desgracia la experiencia demuestra ampliamente.
Pero ¿puede la persona conocer con certeza esa
verdad suya? Ésta es, tal vez, la pregunta crucial de nuestro
tiempo, tan imbuido de relativismo y escepticismo.
La Iglesia cree en la fuerza de la razón que,
«aunque a consecuencia del pecado esté parcialmente oscurecida y debilitada» (Gaudium et spes, 15), nos hace de alguna
manera, «partícipes de la luz de la inteligencia divina» (ib.) y,
mediante la conciencia, nos orienta sin cesar a la verdad moral. Así pues,
lejos de oponerse a la fe, la razón encuentra precisamente en ella un apoyo,
una confirmación y una profundización, pues Jesús, el Verbo encarnado, no sólo
revela Dios al hombre, sino que también manifiesta plenamente el hombre al
propio hombre (cf. ib., 22). Cristo es el Redentor del hombre,
el «libertador» de su libertad (Veritatis splendor, 86).
(del Ángelus de Juan Pablo II 17 de octubre de
1993)
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