«Un gran signo apareció en el cielo: una mujer
vestida del sol», dice el vidente de Patmos en el Apocalipsis (12,1), señalando además que ella estaba a punto de dar
a luz a un hijo. Después, en el Evangelio, hemos escuchado cómo Jesús le dice
al discípulo: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,27). Tenemos una Madre, una «Señora muy bella»,
comentaban entre ellos los videntes de Fátima mientras regresaban a casa, en
aquel bendito 13 de mayo de hace cien años. Y, por la noche, Jacinta no pudo
contenerse y reveló el secreto a su madre: «Hoy he visto a la Virgen». Habían
visto a la Madre del cielo. En la estela de luz que seguían con sus ojos, se
posaron los ojos de muchos, pero…estos no la vieron. La Virgen Madre no vino
aquí para que nosotros la viéramos: para esto tendremos toda la eternidad, a
condición de que vayamos al cielo, por supuesto.
Queridos Peregrinos, tenemos una Madre, tenemos una Madre! Aferrándonos a ella como hijos, vivamos de la esperanza que se apoya en Jesús, porque, como hemos escuchado en la segunda lectura, «los que reciben a raudales el don gratuito de la justificación reinarán en la vida gracias a uno solo, Jesucristo» (Rm 5,17). Cuando Jesús subió al cielo, llevó junto al Padre celeste a la humanidad ―nuestra humanidad― que había asumido en el seno de la Virgen Madre, y que nunca dejará. Como un ancla, fijemos nuestra esperanza en esa humanidad colocada en el cielo a la derecha del Padre (cf. Ef 2,6). Que esta esperanza sea el impulso de nuestra vida. Una esperanza que nos sostenga siempre, hasta el último suspiro.
Con esta esperanza, nos hemos reunido aquí para
dar gracias por las innumerables bendiciones que el Cielo ha derramado en estos
cien años, y que han transcurrido bajo el manto de Luz que la Virgen, desde
este Portugal rico en esperanza, ha extendido hasta los cuatro ángulos de la
tierra. Como un ejemplo para nosotros, tenemos ante los ojos a san Francisco
Marto y a santa Jacinta, a quienes la Virgen María introdujo en el mar inmenso
de la Luz de Dios, para que lo adoraran. De ahí recibían ellos la fuerza para
superar las contrariedades y los sufrimientos. La presencia divina se fue
haciendo cada vez más constante en sus vidas, como se manifiesta claramente en
la insistente oración por los pecadores y en el deseo permanente de estar junto
a «Jesús oculto» en el Sagrario.
En sus Memorias (III, n.6), sor
Lucía da la palabra a Jacinta, que había recibido una visión: «¿No ves muchas
carreteras, muchos caminos y campos llenos de gente que lloran de hambre por no
tener nada para comer? ¿Y el Santo Padre en una iglesia, rezando delante del
Inmaculado Corazón de María? ¿Y tanta gente rezando con él?». Gracias por
haberme acompañado. No podía dejar de venir aquí para venerar a la Virgen
Madre, y para confiarle a sus hijos e hijas. Bajo su manto, no se pierden; de
sus brazos vendrá la esperanza y la paz que necesitan y que yo suplico para
todos mis hermanos en el bautismo y en la humanidad, en particular para los
enfermos y los discapacitados, los encarcelados y los desocupados, los pobres y
los abandonados. Queridos hermanos: pidamos a Dios, con la esperanza de que nos
escuchen los hombres, y dirijámonos a los hombres, con la certeza de que Dios
nos ayuda.
En efecto, él nos ha creado como una esperanza
para los demás, una esperanza real y realizable en el estado de vida de cada
uno. Al «pedir» y «exigir» de cada uno de nosotros el cumplimiento de los
compromisos del propio estado (Carta de sor Lucía, 28 de febrero de
1943), el cielo activa aquí una auténtica y precisa movilización general contra
esa indiferencia que nos enfría el corazón y agrava nuestra miopía. No queremos
ser una esperanza abortada. La vida sólo puede sobrevivir gracias a la
generosidad de otra vida. «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda
infecundo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24): lo ha dicho y
lo ha hecho el Señor, que siempre nos precede. Cuando pasamos por alguna cruz,
él ya ha pasado antes. De este modo, no subimos a la cruz para encontrar a
Jesús, sino que ha sido él el que se ha humillado y ha bajado hasta la cruz
para encontrarnos a nosotros y, en nosotros, vencer las tinieblas del mal y
llevarnos a la luz.
Que, con la protección de María, seamos en el
mundo centinelas que sepan contemplar el verdadero rostro de Jesús Salvador,
que brilla en la Pascua, y descubramos de nuevo el rostro joven y hermoso de la
Iglesia, que resplandece cuando es misionera, acogedora, libre, fiel, pobre de
medios y rica de amor.
(PEREGRINACIÓN DEL PAPA FRANCISCO
AL SANTUARIO DE NUESTRA SEÑORA DE FÁTIMA
con ocasión del centenario de las apariciones de la Virgen María en la Cova da
Iria
(12-13 de mayo de 2017)
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