(….) Uno de estos rincones y rinconcitos es una pequeña habitación llamada coro de Santa Clara. Es difícil imaginarse nada más pobre. Ha sido construida con materiales recolectados del más diverso origen. El coro está construido con maderas mal encuadradas; el altar es un plinto, posiblemente de origen no cristiano. Como nota vivaz de color no hay más que un fresco de mediocre composición que representa la crucifixión según la tradición franciscana. Una pequeña ventana, sobre cuyos vidrios se adivinan algunas descoloridas figuras, proporciona luz a la habitación. Y, sin embargo, ¡hay tanta poesía en este pequeño coro! ¡Generaciones enteras han pasado por él, se ha rezado tanto en él! Refiere una piadosa leyenda que en el corredor que lleva al coro de Santa Clara aún ahora se siente un perfume indefinido. Allí están sepultadas las primeras compañeras de la Santa. El perfume existe, y es el perfume de las dulces memorias de esta mujer a quien el espíritu franciscano debe tanto. Formada e instruida en la vida interior por tan gran maestro, sintió tan intensamente la influencia de su doctrina, que se atrevió a levantar su voz para obtener de los Papas que el voto de rigurosa pobreza, dulce herencia de su maestro, no fuera atenuado. Luchó a la cabeza de aquellos hijos del Santo que más fuertemente conservaban el espíritu de sus enseñanzas y fue el nervio de esa tradición en la que habrían de formarse hombres como San Antonio de Padua, San Buenaventura de Bagnoregio, San Bernardino de Siena, San Pascual Bailón, San Diego, San Jaime de la Marca, San Francisco Solano, San Juan de Capistrano, San Leonardo de Puerto Mauricio.
En el pequeño coro de Santa Clara, se revela a
quien lo busca con espíritu de amor, el dulcísimo misterio de la pobreza,
fuente de todo consuelo. Es preciso entrar allí, arrodillarse, tener en las
manos el Espejo de Perfección, que según algunos doctos fue
escrito por fray León, ovejuela de Dios, pero que en realidad proviene de ese
grupo de hijos más allegados al maestro, de cuya doctrina fueron, a su muerte,
tenaces defensores contra quienes pretendían negar a los Frailes Menores el
privilegio de la pobreza. Es preciso leer los primeros capítulos: "Cómo el
bienaventurado Francisco respondió a los ministros que no querían someterse a
la observancia de la Regla que les había escrito" (EP 1). "Cómo el
bienaventurado Francisco declaró la voluntad e intención que tuvo, desde el
principio hasta el fin, acerca de la observancia de la pobreza" (EP 2).
"Del novicio que deseaba tener un salterio con su licencia" (EP 4).
"Del modo de guardar la pobreza en libros, camas, casas y enseres"
(EP 5). "Cómo hizo salir a todos los hermanos de una casa que era llamada
casa de los hermanos" (EP 6). "Cómo quiso derribar una casa que el
pueblo de Asís había levantado junto a Santa María de la Porciúncula" (EP
7). "Cómo no quería morar en celda curiosa o que llamaran suya" (EP
9)... A mitad de la lectura ya no se sigue adelante; frente al misterio de la
muerte se perfila más nítida la nulidad de nuestra vida, con sus molicies, con
las mil exigencias que la animan; se comprende cómo debe entrarse despojado en
el reino de los cielos, cómo en ésta misma vida, cuanto más atados vivimos a
los intereses del mundo tanto menos comprendemos a Dios. La pobreza, no como
fin de sí misma o como característica fundamental del espíritu franciscano,
según alguno ha enseñado erróneamente, sino como escala maravillosa para
ascender hasta Dios, como medio para poderlo amar con toda la plenitud de
nuestra alma en una inmolación continuamente renovada; la pobreza, así
entendida, es el medio precioso gracias al cual el divino Amigo se da a
nosotros con todos los dones de su gracia e, invadiendo nuestra alma, se
convierte en su dueño y Rey, confiriendo a esta pobre existencia nuestra el
altísimo valor de una ofrenda indigna, pero, sin embargo, aceptada y aun
buscada para el triunfo de su reino.
Una noche, mientras celebraba Misa en el pequeño
coro de Santa Clara para un grupo de almas piadosas que se reunieron para
ingresar en la seráfica milicia, la mano gentil de un fraile esparció en
abundancia sobre el pavimento pétalos y hojas. Era invierno, pero el huerto de
los frailes había conservado las rosas y el laurel para esta fiesta de fe. El aire
pronto se impregnó de dulce y penetrante perfume. Un canto suave y quedo
celebraba las glorias del Rey que deseó nacer pobre, que se contentó con el
homenaje de pobres pastores, que al despuntar de cada día renueva en los
altares el misterio de la cruz por la salvación de las almas. Con esos cantos,
con esas oraciones, esas almas se consagraban a Él, ofreciéndole, junto con la
juventud del cuerpo, las esperanzas del alma y los propósitos y fines de
trabajo. Las palabras brotan de sus pechos en sollozos: «Prometo y hago voto de
vivir durante toda mi vida según la Regla del padre San Francisco...» La
palabra del sacerdote desciende sobre ellos: «Y yo, de parte del Altísimo, te
prometo la vida eterna». El recuerdo de esa noche de oración me persigue. Pues
bien, todo se aclara ahora en la mente; Francisco quiso que fuésemos pobres
para comprender la gran lección que Nuestro Señor Jesucristo nos dio desde lo
alto de la cruz: la vida ha de ser una continua ofrenda, un sacrificio de
inmolación continuamente renovado.
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