“El
nuevo Obispo de Roma comienza hoy solemnemente su ministerio y la misión de
Pedro. Efectivamente, en esta ciudad desplegó y cumplió Pedro la misión que le
había confiado el Señor.
El
Señor se dirigió a él diciendo: «...Cuando eras joven, tú te ceñías e ibas
adonde querías; cuando envejezcas, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te
llevará adonde no quieras« (Jn 21, 18).
¡Pedro
vino a Roma!
¿Qué
fue lo que le guió y condujo a esta Urbe, corazón del Imperio Romano, sino la
obediencia a la inspiración recibida del Señor? Es posible que este pescador de
Galilea no hubiera querido venir hasta aquí; que hubiera preferido quedarse
allá, a orillas del Lago de Genesaret, con su barca, con sus redes. Pero guiado
por el Señor, obediente a su inspiración, llegó hasta aquí.
Según
una antigua tradición (que ha tenido magnífica expresión literaria en una
novela de Henryk Sienkiewicz), durante la persecución de Nerón, Pedro quería
abandonar Roma. Pero el Señor intervino, le salió al encuentro. Pedro se
dirigió a El preguntándole: «Quo vadis, Domine?: ¿Dónde vas, Señor?». Y
el Señor le respondió enseguida: «Voy a Roma para ser crucificado por segunda
vez». Pedro volvió a Roma y permaneció aquí hasta su crucifixión.
Sí,
hermanos e hijos, Roma es la Sede de Pedro. A lo largo de los siglos le han
sucedido siempre en esta sede nuevos Obispos. Hoy, un nuevo Obispo sube a la
Cátedra Romana de Pedro, un Obispo lleno de temblor, consciente de su
indignidad. ¡Y, cómo no temblar ante la grandeza de tal llamada y ante la
misión universal de esta Sede Romana!
A
la Sede de Pedro en Roma sube hoy un Obispo que no es romano. Un Obispo que es
hijo de Polonia. Pero desde este momento, también él se hace romano. Si,
¡romano! También porque es hijo de una nación cuya historia, desde sus primeros
albores, y cuyas milenarias tradiciones están marcadas por un vínculo vivo,
fuerte, jamás interrumpido, sentido y siempre vivido, con la Sede de Pedro; una
nación que ha permanecido siempre fiel a esta Sede de Roma. ¡Oh, el designio de
la Divina Providencia es inescrutable!”
(Juan
Pablo II de la Homilia en el comienzo de
su pontificado, 22 de octubre 1978)
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