Toda la
razón de mi vida debe ser este designio divino, es decir, que también yo, a
mi manera, contribuya algo para que un día, según el orden de la divina
Sabiduría , que todo lo dispone con fuerza y suavidad, los Disidentes
orientales vuelvan a la unidad católica. Debo estar siempre dispuesto a
trabajar. Nosotros hemos nacido para la fatiga y descansaremos en el
paraíso. Estoy llamado a la salvación de mi gente, es decir, de los
pueblos eslavos, y al mismo tiempo estoy llamado a la salvación de las
almas especialmente en la administración del sacramento de la penitencia.
(San Leopoldo Mandic)
El P.
Leopoldo (Adeodato Mandic) nació en Castelnovo de Càttaro
o Herceg-Novi (Croacia) el 12 de mayo de 1866, siendo el penúltimo de doce
hijos. Todavía joven, se sintió llamado por Dios a trabajar por la unidad de
los Ortodoxos a la Iglesia católica. Para ello, se trasladó a la región de
Venecia y, a la edad de 16 años, ingresó en el noviciado capuchino de Udine
(Italia), con la ilusión de ir más tarde a Oriente como misionero. Ordenado
de sacerdote en 1890, pidió a los superiores permiso para marchar a misiones,
pero nunca se lo concedieron, entre otras razones, por su frágil constitución
física y su delicado estado de salud, así como un pequeño defecto de
pronunciación que le hacía penosa la predicación. No obstante, supo buscar la
realización de su ideal allá donde le enviaba la obediencia. Se dedicó a las
diversas tareas que le encomendaron los superiores, hasta centrarse en el
ministerio de la confesión.. Durante
cuarenta años, y hasta la víspera de su muerte, estuvo siempre dispuesto a
acoger, escuchar, consolar y reconciliar a innumerables penitentes en una
pequeña habitación anexa al convento de los Capuchinos en Padua. Murió, a la
edad de 76 años, el 30 de julio de 1942: mientras se preparaba para celebrar la
misa, le dio un ataque cerebral que le causó poco después la muerte, mientras
sus hermanos cantaban la Salve a la Virgen. Pablo VI lo beatificó el 2 de mayo
de 1976, y Juan Pablo II lo canonizó el 16 de octubre de 1983, dentro del Año
Santo de la Reconciliación y precisamente durante la VI Asamblea General
Ordinaria del Sínodo de los Obispos, que tenía como tema central «La
reconciliación y la penitencia en la misión de la Iglesia».
(de la
homilía de Juan Pablo II en la misa de canonización (16-X-1983)
Leopoldo Mandic,
en sus días, fue siervo heroico de la reconciliación y la penitencia…
precisamente sobre esta pobreza de una vida sin importancia exterior, vino el
Espíritu Santo y alumbró una grandeza nueva, la de una fidelidad heroica a
Cristo, al ideal franciscano y al servicio sacerdotal a los hermanos…San
Leopoldo no dejó obras teológicas o literarias, no deslumbró por su cultura ni
fundó obras sociales. Para cuantos lo conocieron, fue únicamente un pobre
fraile, pequeño y enfermizo. Su grandeza consistió en otra cosa, en
inmolarse y entregarse día a día a lo largo de su vida sacerdotal, es decir, 52
años, en el silencio, intimidad y humildad de una celdilla-confesonario: «El
buen pastor da la vida por las ovejas». Fray Leopoldo estaba siempre allí a
disposición, y sonriente, prudente y modesto, confidente discreto y padre fiel
de las almas, maestro respetuoso y consejero espiritual, comprensivo y paciente.
Si lo queremos
definir con una palabra, como solían hacerlo en vida sus penitentes y hermanos,
entonces es «el confesor»; sólo sabía «confesar». Y justamente en esto reside
su grandeza. En saber desaparecer para ceder el puesto al verdadero Pastor de
las almas. Solía definir su misión así: «Ocultemos todo, aun lo que puede
parecer don de Dios; no sea que se manipule. ¡Sólo a Dios honor y gloria! Si
posible fuera, deberíamos pasar por la tierra como sombra que no deja rastro de
sí»
(….)
«El buen pastor
da la vida por las ovejas». A los ojos humanos, la vida de nuestro Santo se
asemeja a un árbol al que una mano invisible y cruel le hubiera cortado todas
las ramas una tras otra. El padre Leopoldo fue un sacerdote imposibilitado para
predicar por un defecto de pronunciación. Un sacerdote que ansiaba dedicarse a
las misiones, y hasta el final esperó el día de partir, que no le llegó porque
tenía una salud muy endeble. Un sacerdote de tan gran espíritu ecuménico que se
ofreció con entrega diaria como víctima al Señor para que se restableciera la
unidad plena entre la Iglesia latina y las orientales separadas aún, y volviera
a haber «una sola grey bajo un solo pastor» (cf. Jn 10,16); pero vivió su
vocación ecuménica en ocultación total. Entre lágrimas decía: «Seré misionero
aquí, en la obediencia y en el ejercicio de mi ministerio». Y también: «Toda
alma que reclame mi ministerio será entre tanto mi Oriente.»
(….)
Celebró el
sacramento de la reconciliación y ejerció el ministerio como a la sombra de
Cristo crucificado. Fijos los ojos en el crucifijo colgado en el reclinatorio
del penitente. El protagonista era siempre el Crucificado. «Él es quien
perdona, Él es quien absuelve». Él, el Pastor de la grey... San Leopoldo hundía
su ministerio en la oración y contemplación. Fue un confesor de continua
oración, un confesor que vivía habitualmente absorto en Dios, en atmósfera
sobrenatural.
(…)
La Iglesia, al
ponerse hoy ante los ojos la figura de su humilde servidor san Leopoldo, que
fue guía para muchas almas, quiere señalarnos las manos que se levantan hacia
lo alto en las luchas varias del hombre y del Pueblo de Dios, que se alzan en
la oración y se levantan en el acto de la absolución de los pecados, absolución
que llega siempre al amor que es Dios, el amor que se nos reveló una vez para
siempre en Cristo crucificado y resucitado.
«Por Cristo os
rogamos: Reconciliaos con Dios» (2 Cor 5,20).
(Biografiacompleta
de San Leopoldo Mandic)