"No
os asustéis. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha
resucitado" (Mc 16,6).
MUY FELIZ Y BENDECIDA
PASCUA
DE RESURRECCION A TODOS!!!
un blog pensado para un grupo de amigos que fue extendiéndose por el mundo. Gracias a todos por compartir!
"No
os asustéis. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí. Ha
resucitado" (Mc 16,6).
MUY FELIZ Y BENDECIDA
PASCUA
DE RESURRECCION A TODOS!!!
“Después
de la noche trágica del Viernes Santo, cuando el “poder de las tinieblas” (cf.
Lc 22, 53) parecía prevalecer sobre Aquel que es “la luz del mundo” (Jn 8, 12),
después del gran silencio del Sábado Santo, en el cual Cristo, cumplida su
misión en la tierra, encontró reposo en el misterio del Padre y llevó su
mensaje de vida a los abismos de la muerte, ha llegado finalmente la noche que
precede el “tercer día”, en el que, según las Escrituras, el Señor habría de
resucitar, como Él mismo había preanunciado varias veces a sus discípulos.
¡Oh
María!, esta es por excelencia tu noche. Mientras se apagan las últimas luces
del sábado y el fruto de tu vientre reposa en la tierra, tu corazón también
vela. Tu fe y tu esperanza miran hacia delante. Vislumbran ya detrás de la
pesada losa la tumba vacía; más allá del velo denso de las tinieblas, atisban
el alba de la resurrección.
Ecce Homo Antonio Ciseri (imagen de Wikimedia)
“Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuese de este mundo, mi gente habría combatido par que no fuese entregado a los judíos: pero mi Reino no es de aquí”(Jn 18,36)
Entonces Pilato le dijo: “Luego tu eres rey?” Respondió Jesus¨: “Si, como dices, soy Rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad, escucha mi voz”
Le dice Pilato: “Que es la verdad?”
(…)
El drama de Pilato se oculta trás la pregunta Qué es la verdad?
No era una cuestión filosófica sobre la naturaleza de la verdad, sino una pregunta existencial sobre la propia relación con la verdad. Era un intento de escapar a la voz de la conciencia, que ordenaba reconocer la verdad y seguirla. El hombre que no se deja guiar por la verdad, llega a ser capaz incuso de emitir una sentencia de condena de un inocente.
(…)
Asi fue condenado a muerte en cruz Jesús, el Hijo de Dios vivo, el Redentor del mundo. A lo largo de los siglos, la negación de la verdad ha generado sufrimiento y muerte. Son los inocentes los que pagan el precio de la hipocresía humana. No bastan decisiones a medias. No es suficiente lavarse las manos. Queda siempre la responsabilidad por la sangre de los inocentes.
(de la Primera estación – Jesus es condenado amuerte - del Via Crucis de Juan Pablo II año 2003),
Palabras de Juan Pablo II al final del Via Crucis del Viernes Santo año 2003
Ecce lignum crucis, in quo salus mundi pependit... Venite adoremus:
«Mirad el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la
salvación del mundo... Venid a adorarlo».
Hemos escuchado estas
palabras en la liturgia de hoy: «Mirad el árbol de la cruz...». Son las
palabras clave del Viernes santo.
Ayer, en el primer día del Triduo sacro, el Jueves santo, escuchamos: Hoc est corpus meum, quod pro vobis tradetur: «Esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros».
Hoy vemos cómo se han
realizado esas palabras de ayer, Jueves santo: he aquí el Gólgota, he aquí el
cuerpo de Cristo en la cruz. Ecce
lignum crucis, in quo salus mundi pependit.
¡Misterio de la fe! El hombre
no podía imaginar este misterio, esta realidad. Sólo Dios la podía revelar. El
hombre no tiene la posibilidad de dar la vida después de la muerte. La muerte
de la muerte. En el orden humano, la muerte es la última palabra. La palabra
que viene después, la palabra de la Resurrección, es una palabra exclusiva de
Dios y por eso celebramos con gran fervor este Triduo sacro.
Hoy oramos a Cristo bajado de la cruz y sepultado. Se ha sellado su sepulcro. Y mañana, en todo el mundo, en todo el cosmos, en todos nosotros, reinará un profundo silencio. Silencio de espera. Ecce lignum crucis, in quo salus mundi pependit. Este árbol de la muerte, el árbol en el que murió el Hijo de Dios, abre el camino al día siguiente: jueves, viernes, sábado, domingo. El domingo será Pascua. Y escucharemos las palabras de la liturgia. Hoy hemos escuchado: «Ecce lignum crucis, in quo salus mundi pependit». Salus mundi!, ¡la salvación del mundo! ¡En la cruz! Y pasado mañana cantaremos: «Surrexit de sepulcro... qui pro nobis pependit in ligno».
Ojalá que todos vivamos este
Triduo lo más profundamente posible. Como cada año, nos encontramos aquí, en el
Coliseo. Es un símbolo. Este Coliseo es un símbolo. Nos habla sobre todo de los
tiempos pasados, de aquel gran imperio romano, que se desplomó. Nos habla de
los mártires cristianos que aquí dieron testimonio con su vida y con su muerte.
Es difícil encontrar otro lugar donde el misterio de la cruz hable de un modo
más elocuente que aquí, ante este Coliseo. «Ecce lignum crucis, in quo salus mundi pependit». Salus mundi!
¡Alabado sea Jesucristo!
(Las meditaciones del Via Crucis, compuesto por Juan Pablo II con ocasión de los ejercicios espirituales, que siendo cardenal arzobispo de Cracovia dirigió al Papa Pablo VI y a la Curia Romana en el año 1976, – completas en el sitio oficial DirectorioFranciscano) precedidas por una introducción de Mons. Piero Marini
En
el centro de la liturgia de esta mañana está la bendición de los santos óleos,
el óleo para la unción de los catecúmenos, el de la unción de los enfermos y el
crisma para los grandes sacramentos que confieren el Espíritu Santo:
Confirmación, Ordenación sacerdotal y Ordenación episcopal.
(...)
En la liturgia de
este día se bendicen, como hemos dicho, tres óleos. En esta triada se expresan
tres dimensiones esenciales de la existencia cristiana, sobre las que ahora
queremos reflexionar.
Tenemos en primer lugar el óleo de los catecúmenos. Este óleo muestra como un primer modo de ser tocados por Cristo y por su Espíritu, un toque interior con el cual el Señor atrae a las personas junto a Él. Mediante esta unción, que se recibe antes incluso del Bautismo, nuestra mirada se dirige por tanto a las personas que se ponen en camino hacia Cristo – a las personas que están buscando la fe, buscando a Dios. El óleo de los catecúmenos nos dice: no sólo los hombres buscan a Dios. Dios mismo se ha puesto a buscarnos. El que Él mismo se haya hecho hombre y haya bajado a los abismos de la existencia humana, hasta la noche de la muerte, nos muestra lo mucho que Dios ama al hombre, su criatura. Impulsado por su amor, Dios se ha encaminado hacia nosotros. “Buscándome te sentaste cansado… que tanto esfuerzo no sea en vano”, rezamos en el Dies irae. Dios está buscándome. ¿Quiero reconocerlo? ¿Quiero que me conozca, que me encuentre? Dios ama a los hombres. Sale al encuentro de la inquietud de nuestro corazón, de la inquietud de nuestro preguntar y buscar, con la inquietud de su mismo corazón, que lo induce a cumplir por nosotros el gesto extremo. No se debe apagar en nosotros la inquietud en relación con Dios, el estar en camino hacia Él, para conocerlo mejor, para amarlo mejor. En este sentido, deberíamos permanecer siempre catecúmenos. “Buscad siempre su rostro”, dice un salmo (105,4). Sobre esto, Agustín comenta: Dios es tan grande que supera siempre infinitamente todo nuestro conocimiento y todo nuestro ser. El conocer a Dios no se acaba nunca. Por toda la eternidad podemos, con una alegría creciente, continuar a buscarlo, para conocerlo cada vez más y amarlo cada vez más. “Nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti”, dice Agustín al inicio de sus Confesiones. Sí, el hombre está inquieto, porque todo lo que es temporal es demasiado poco. Pero ¿es auténtica nuestra inquietud por Él? ¿No nos hemos resignado, tal vez, a su ausencia y tratamos de ser autosuficientes? No permitamos semejante reduccionismo de nuestro ser humanos. Permanezcamos continuamente en camino hacia Él, en su añoranza, en la acogida siempre nueva de conocimiento y de amor.
Después está el óleo de los enfermos. Tenemos ante nosotros la multitud de las personas que sufren: los hambrientos y los sedientos, las víctimas de la violencia en todos los continentes, los enfermos con todos sus dolores, sus esperanzas y desalientos, los perseguidos y los oprimidos, las personas con el corazón desgarrado. A propósito de los primeros discípulos enviados por Jesús, san Lucas nos dice: “Los envió a proclamar el reino de Dios y a curar a los enfermos” (9, 2). El curar es un encargo primordial que Jesús ha confiado a la Iglesia, según el ejemplo que Él mismo nos ha dado, al ir por los caminos sanando a los enfermos. Cierto, la tarea principal de la Iglesia es el anuncio del Reino de Dios. Pero precisamente este mismo anuncio debe ser un proceso de curación: “…para curar los corazones desgarrados”, nos dice hoy la primera lectura del profeta Isaías (61,1). El anuncio del Reino de Dios, de la infinita bondad de Dios, debe suscitar ante todo esto: curar el corazón herido de los hombres. El hombre por su misma esencia es un ser en relación. Pero, si se trastorna la relación fundamental, la relación con Dios, también se trastorna todo lo demás. Si se deteriora nuestra relación con Dios, si la orientación fundamental de nuestro ser está equivocada, tampoco podemos curarnos de verdad ni en el cuerpo ni en el alma. Por eso, la primera y fundamental curación sucede en el encuentro con Cristo que nos reconcilia con Dios y sana nuestro corazón desgarrado. Pero además de esta tarea central, también forma parte de la misión esencial de la Iglesia la curación concreta de la enfermedad y del sufrimiento. El óleo para la Unción de los enfermos es expresión sacramental visible de esta misión. Desde los inicios maduró en la Iglesia la llamada a curar, maduró el amor cuidadoso a quien está afligido en el cuerpo y en el alma. Ésta es también una ocasión para agradecer al menos una vez a las hermanas y hermanos que llevan este amor curativo a los hombres por todo el mundo, sin mirar a su condición o confesión religiosa. Desde Isabel de Turingia, Vicente de Paúl, Luisa de Marillac, Camilo de Lellis hasta la Madre Teresa –por recordar sólo algunos nombres– atraviesa el mundo una estela luminosa de personas, que tiene origen en el amor de Jesús por los que sufren y los enfermos. Demos gracias ahora por esto al Señor. Demos gracias por esto a todos aquellos que, en virtud de la fe y del amor, se ponen al lado de los que sufren, dando así, en definitiva, un testimonio de la bondad de Dios. El óleo para la Unción de los enfermos es signo de este óleo de la bondad del corazón, que estas personas –junto con su competencia profesional– llevan a los que sufren. Sin hablar de Cristo, lo manifiestan.
En tercer
lugar, tenemos finalmente el más noble de los óleos eclesiales, el crisma, una mezcla de aceite de
oliva y de perfumes vegetales. Es el óleo de la unción sacerdotal y regia,
unción que enlaza con las grandes tradiciones de las unciones del Antiguo
Testamento. En la Iglesia, este óleo sirve sobre todo para la unción en la
Confirmación y en las sagradas Órdenes. La liturgia de hoy vincula con este
óleo las palabras de promesa del profeta Isaías: “Vosotros os llamaréis
‘sacerdotes del Señor’, dirán de vosotros: ‘Ministros de nuestro Dios’” (61,
6). El profeta retoma con esto la gran palabra de tarea y de promesa que Dios
había dirigido a Israel en el Sinaí: “Seréis para mí un reino de sacerdotes y
una nación santa” (Ex 19, 6). En el mundo entero y para todo él,
que en gran parte no conocía a Dios, Israel debía ser como un santuario de Dios
para la totalidad, debía ejercitar una función sacerdotal para el mundo. Debía
llevar el mundo hacia Dios, abrirlo a Él. San Pedro, en su gran catequesis
bautismal, ha aplicado dicho privilegio y cometido de Israel a toda la
comunidad de los bautizados, proclamando: “Vosotros, en cambio, sois un linaje
elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios para
que anunciéis las proezas del que os llamó de las tinieblas a su luz
maravillosa. Los que antes erais no-pueblo, ahora sois
pueblo de Dios, los que antes erais no compadecidos.
ahora sois objeto de compasión.” (1 P 2, 9-10). El
Bautismo y la Confirmación constituyen el ingreso en el Pueblo de Dios, que
abraza todo el mundo; la unción en el Bautismo y en la Confirmación es una
unción que introduce en ese ministerio sacerdotal para la humanidad. Los
cristianos son un pueblo sacerdotal para el mundo. Deberían hacer visible en el
mundo al Dios vivo, testimoniarlo y llevarle a Él. Cuando hablamos de nuestra
tarea común, como bautizados, no hay razón para alardear. Eso es más bien una
cuestión que nos alegra y, al mismo tiempo, nos inquieta: ¿Somos verdaderamente
el santuario de Dios en el mundo y para el mundo? ¿Abrimos a los hombres el
acceso a Dios o, por el contrario, se lo escondemos? Nosotros –el Pueblo de
Dios– ¿acaso no nos hemos convertido en un pueblo de incredulidad y de lejanía
de Dios? ¿No es verdad que el Occidente, que los países centrales del
cristianismo están cansados de su fe y, aburridos de su propia historia y
cultura, ya no quieren conocer la fe en Jesucristo? Tenemos motivos para gritar
en esta hora a Dios: “No permitas que nos convirtamos en no-pueblo. Haz
que te reconozcamos de nuevo. Sí, nos has ungido con tu amor, has infundido tu
Espíritu Santo sobre nosotros. Haz que la fuerza de tu Espíritu se haga
nuevamente eficaz en nosotros, para que demos testimonio de tu mensaje con
alegría.
(de la Homilia deBenedicto XVI - Santa Misa
CrismalJueves Santo 21 de abril de 2011)
“El Jueves Santo es, ante todo, el día de Jesucristo. Es el primero de sus tres Días Santos: Triduum Sacrum. Todos estos días constituyen, en cierto sentido, un conjunto indivisible, son, por decirlo así, el día de nuestra redención, el día de la Pascua, esto es, del Paso. El día de Jesucristo, es decir, del Ungido —de Aquel a quien el Padre ha ungido con el Espíritu Santo y con la gracia, y ha enviado al mundo.
…
—primero de
esos tres, que constituyen el único día de la Pascua— comenzará en el
atardecer del Jueves Santo, cuando El se pondrá a la mesa con los Apóstoles
para la cena prescrita por el rito de la Antigua Alianza.
Nosotros nos
reunimos ya ahora, en la mañana del Jueves Santo, para estar desde la mañana
con El, Cristo-Ungido, en este excepcional, único día.
El día de hoy —el día de Jesucristo— Jueves Santo, es nuestro día particular. Es la fiesta de los sacerdotes.
En este día venirnos con toda nuestra comunidad, para dar gracias a Cristo por el sacerdocio
— que El ha
grabado en el corazón del hombre, señor de lo creado
— que El ha
grabado de modo particular en nuestros corazones.
Efectivamente, nos ha invitado a la Ultima Cena, y hoy nos invita de nuevo. Nos ha invitado en la persona de los Doce, que estuvieron con El aquella tarde. Ante ellos tomó el pan, lo partió, lo dio y dijo: "Esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros".
Y después tornó el
cáliz lleno de vino, lo dio a sus discípulos y dijo: "Este es el cáliz de
mi sangre, sangre de la Alianza nueva y eterna, que será derramada por vosotros
y por todos los hombres”.
Y al final añadió: "Haced esto en conmemoración mía”.
Somos, pues, los sacerdotes de su Sacerdocio. Somos sacerdotes de este sacrificio, que El ofreció con su Cuerpo y con su Sangre sobre la cruz y bajo las especies de pan y vino en la Ultima Cena.
Finalmente, somos sacerdotes para siempre.
Por lo cual nuestro lugar está hoy junto a El: junto a Cristo, y nuestros labios y corazones quieren renovar el voto de la fidelidad a Aquel que es el "testigo fiel" de nuestro sacerdocio ante el Padre.”
La conversión está orientada a la práctica del mandamiento del amor.. es particularmente oportuno poner de relieve la virtud teologal de la caridad, según la indicación de la carta apostólica Tertio millennio adveniente (cf. n. 50).
El apóstol san Juan
recomienda: «Queridos hermanos: amémonos unos a otros, ya que el amor es de
Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha
conocido a Dios, porque Dios es Amor» (1 Jn 4, 7-8).
Estas palabras sublimes,
al tiempo que nos revelan la esencia misma de Dios como misterio de caridad infinita,
ponen también las bases en que se apoya la ética cristiana, concentrada
totalmente en el mandato del amor. El hombre está llamado a amar a Dios con una
entrega total y a tratar a sus hermanos con una actitud de amor inspirado en el
amor mismo de Dios. Convertirse significa convertirse al amor.
(…)
El Dios que ama es un
Dios que no permanece alejado, sino que interviene en la historia….. Es un amor
que asume rasgos de una inmensa ternura (cf. Os 11, 8
ss; Jr 31, 20); normalmente utiliza la imagen paterna, pero a
veces se expresa también con la metáfora nupcial: «Yo te desposaré conmigo para
siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión»
(Os 2, 21; cf. 18-25).
(…)
El amor nos hace entrar
plenamente en la vida filial de Jesús, convirtiéndonos en hijos en el Hijo:
«Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues lo
somos. El mundo no nos conoce porque no le conoció a él» (1 Jn 3,
1). El amor transforma la vida e ilumina también nuestro conocimiento de Dios,
hasta alcanzar el conocimiento perfecto del que habla san Pablo: «Ahora conozco
de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido» (1 Co 13,
12).
Es preciso subrayar la
relación que existe entre conocimiento y amor. La conversión íntima que el
cristianismo propone es una auténtica experiencia de Dios, en el sentido
indicado por Jesús, durante la última cena, en la oración sacerdotal: «Esta es
la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has
enviado, Jesucristo» (Jn 17, 3). Ciertamente, el conocimiento de
Dios tiene también una dimensión de orden intelectual (cf. Rm 1,
19-20). Pero la experiencia viva del Padre y del Hijo se realiza en el amor, es
decir, en último término, en el Espíritu Santo, puesto que «el amor de Dios ha
sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido
dado» (Rm 5, 5). …El corazón nuevo, que ama y conoce, late en sintonía
con Dios, que ama con un amor perenne.
(de laAudiencia de Juan Pablo II 6 de octubre de 1999)
El camino hacia el Padre implica
también el redescubrimiento del sacramento de la penitencia en su significado
profundo de encuentro con él, que perdona mediante Cristo en el espíritu
(cf. Tertio millennio adveniente, 50).
Son varios los motivos por los que urge en la
Iglesia una reflexión seria sobre este sacramento. Lo exige, ante todo, el
anuncio del amor del Padre, como fundamento del vivir y el obrar cristiano, en
el marco de la sociedad actual, donde a menudo se halla ofuscada la visión
ética de la existencia humana. Si muchos han perdido la dimensión del bien y
del mal, es porque han perdido el sentido de Dios, interpretando la culpa
solamente según perspectivas psicológicas o sociológicas. En segundo lugar, la
pastoral debe dar nuevo impulso a un itinerario de crecimiento en la fe que
subraye el valor del espíritu y de la práctica penitencial en todo el arco de
la vida cristiana.
(…)
En el sacramento de la
reconciliación se realizan y hacen visibles mistéricamente esos valores
fundamentales anunciados por la palabra de Dios. Ese sacramento vuelve a
insertar al hombre en el marco salvífico de la alianza y lo abre de nuevo a la
vida trinitaria, que es diálogo de gracia, comunicación de amor, don y acogida
del Espíritu Santo.
Una relectura atenta del Ordo
paenitentiae ayudará mucho a profundizar, con ocasión del jubileo, las
dimensiones esenciales de este sacramento. La madurez de la vida eclesial
depende, en gran parte, de su redescubrimiento. En efecto, el sacramento de la
reconciliación no se limita al momento litúrgico-celebrativo, sino que lleva a
vivir la actitud penitencial como dimensión permanente de la experiencia
cristiana. Es «un acercamiento a la santidad de Dios, un nuevo encuentro de la
propia verdad interior, turbada y trastornada por el pecado, una liberación en
lo más profundo de sí mismo y, con ello, una recuperación de la alegría
perdida, la alegría de ser salvados, que la mayoría de los hombres de nuestro
tiempo ha dejado de gustar» (Reconciliatio et paenitentia, 31, III).
Para los contenidos doctrinales de este
sacramento remito a la exhortación apostólica Reconciliatio et paenitentia (cf. nn.
28-34) y al Catecismo de la Iglesia católica (cf.
nn. 1420-1484), así como a las demás intervenciones del Magisterio eclesial.
(…)
En particular, deseo
recordar a los pastores que sólo es buen confesor el que es auténtico
penitente. Los sacerdotes saben que son depositarios de un poder que viene de
lo alto: en efecto, el perdón que transmiten «es el signo eficaz de la
intervención del Padre» (Reconciliatio et paenitentia, 31, III),
que hace resucitar de la muerte espiritual. Por eso, viviendo con humildad y
sencillez evangélica una dimensión tan esencial de su ministerio, los
confesores no deben descuidar su propio perfeccionamiento y actualización, a
fin de que no les falten nunca las cualidades humanas y espirituales, tan
necesarias para la relación con las conciencias.
Pero, juntamente con los pastores, toda la
comunidad cristiana debe participar en la renovación pastoral del sacramento de
la reconciliación. Lo exige la «eclesialidad» propia del sacramento. La
comunidad eclesial es el seno que acoge al pecador arrepentido y perdonado y,
antes aún, crea el ambiente adecuado para un camino de vuelta al Padre. En una
comunidad reconciliada y reconciliadora los pecadores pueden volver a encontrar
la senda perdida y la ayuda de los hermanos. Y, por último, a través de la
comunidad cristiana se puede trazar nuevamente un sólido camino de caridad que,
mediante las buenas obras, haga visible el perdón recuperado, el mal reparado y
la esperanza de poder encontrar de nuevo los brazos misericordiosos del Padre.
(de la Audiencia Generalde Juan Pablo II 15 de septiembre de 1999)
(EL retorno del hijo pródigo Rembrandt – de Wikimedia)
En primer lugar queremos
tomar conciencia del mensaje bíblico sobre el perdón de Dios: mensaje
ampliamente desarrollado en el Antiguo Testamento y que encuentra su plenitud
en el Nuevo. La Iglesia ha insertado este contenido de su fe en el Credo mismo,
donde precisamente profesa el perdón de los pecados: «Credo in remissionem
peccatorum».
El
Antiguo Testamento nos habla, de diversas maneras, del perdón de los pecados. A
este respecto, encontramos una terminología muy variada: el pecado es
«perdonado», «borrado» (Ex 32, 32), «expiado» (Is 6,
7), «echado a la espalda» (Is 38, 17). Por ejemplo, el Salmo 103
dice: «Él perdona todas tus culpas, y cura todas tus enfermedades» (v. 3); «no
nos trata como merecen nuestros pecados; ni nos paga según nuestras culpas» (v.
10); «como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por
sus fieles» (v. 13).
Esta disponibilidad de Dios al perdón no atenúa
la responsabilidad del hombre ni la necesidad de su esfuerzo por convertirse.
Pero, como subraya el profeta Ezequiel, si el malvado se aparta de su conducta
perversa, su pecado ya no será recordado, y vivirá (cf. Ez 18,
espec. vv. 19-22).
En el Nuevo Testamento, el perdón de Dios se
manifiesta a través de las palabras y los gestos de Jesús. Al perdonar los
pecados, Jesús muestra el rostro de Dios Padre misericordioso. Tomando posición
contra algunas tendencias religiosas caracterizadas por una hipócrita severidad
con respecto a los pecadores, explica en varias ocasiones cuán grande y
profunda es la misericordia del Padre para con todos sus hijos (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n.
1443).
Culmen
de esta revelación puede considerarse la sublime parábola normalmente llamada
«del hijo pródigo», pero que debería denominarse «del padre misericordioso»
(cf. Lc 15, 11-32).
(…)
Al narrar la parábola, Jesús no solamente habla del Padre; también deja vislumbrar sus propios sentimientos. Frente a los fariseos y escribas, que lo acusan de recibir a los pecadores y comer con ellos (cf. Lc 15, 2), demuestra que prefiere a los pecadores y publicanos que se acercan a él con confianza (cf. Lc 15, 1) y así revela que fue enviado a manifestar la misericordia del Padre. Es la misericordia que resplandece sobre todo en el Gólgota, en el sacrificio que Cristo ofrece para el perdón de los pecados (cf. Mt 26, 28).
(de la Audiencia General de Juan Pablo II del 8 deseptiembre de 1999)
La
invocación «líbranos del mal» o del «maligno», contenida en el Padre nuestro,
enmarca nuestra oración para que nos alejemos del pecado y seamos liberados de
toda connivencia con el mal. Nos recuerda la lucha diaria, pero, sobre todo,
nos recuerda el secreto para vencerla: la fuerza de Dios, que se ha manifestado
y se nos ofrece en Jesús (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n.
2853).
(…)
El mal
moral es causa de sufrimiento, que viene presentado, sobre todo en el Antiguo
Testamento, como castigo debido a comportamientos en contraste con la ley de
Dios. Por otra parte, la sagrada Escritura pone de manifiesto que, después del
pecado, se puede implorar la misericordia de Dios, es decir, el perdón de la
culpa y el fin de las penas que derivan de ella. La vuelta sincera a Dios y la
liberación del mal son dos aspectos de un único camino.
(…)
En la oración del Padre nuestro se hace referencia explícita al mal; el término ponerós (cf. Mt 6, 13), que en sí mismo es un adjetivo, aquí puede indicar una personificación del mal. Éste es causado en el mundo por el ser espiritual al que la revelación bíblica llama diablo o Satanás, que se opone libremente a Dios (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 2851 s). La «malignidad» humana, constituida por el poder demoníaco o suscitada por su influencia, se presenta también en nuestros días de forma atrayente, seduciendo las mentes y los corazones, para hacer perder el sentido mismo del mal y del pecado. Se trata del «misterio de iniquidad», del que habla san Pablo (cf. 2 Ts 2, 7). Desde luego, está relacionado con la libertad del hombre, «mas dentro de su mismo peso humano obran factores por razón de los cuales el pecado se sitúa más allá de lo humano, en aquella zona límite donde la conciencia, la voluntad y la sensibilidad del hombre están en contacto con las oscuras fuerzas que, según san Pablo, obran en el mundo hasta enseñorearse de él» (Reconciliatio et paenitentia, 14).
(…)
Por desgracia, los seres
humanos pueden llegar a ser protagonistas de maldad, es decir, «generación
malvada y adúltera» (Mt 12, 39).
Creemos que Jesús ha
vencido definitivamente a Satanás, y que, de este modo, ha logrado que ya no le
temamos. A cada generación la Iglesia vuelve a presentarle, como el apóstol
Pedro en su conversación con Cornelio, la imagen liberadora de Jesús de
Nazaret, que «pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el
diablo, porque Dios estaba con él» (Hch 10, 38).
Aunque en Jesús tuvo
lugar la derrota del maligno, cada uno de nosotros debe aceptar libremente esta
victoria, hasta que el mal sea eliminado completamente. Por tanto, la lucha
contra el mal requiere esfuerzo y vigilancia continua. La liberación definitiva
se vislumbra sólo desde una perspectiva escatológica (cf. Ap 21,
4).
Más allá de nuestras
fatigas y de nuestros mismos fracasos, perduran estas consoladoras palabras de
Cristo: «En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al
mundo» (Jn 16, 33).
(de la Audiencia General de Juan Pablo II 18 de agosto de 1999)
«Toda la
vida cristiana es como una gran peregrinación hacia la casa del Padre, del cual
se descubre cada día su amor incondicional por toda criatura humana, y en
particular por el "hijo pródigo" (cf. Lc 15, 11-32). Esta peregrinación afecta a lo íntimo de la
persona, prolongándose después a la comunidad creyente para alcanzar a la
humanidad entera» (n. 49).
(…)
La vida cristiana es
participación en el misterio pascual, como camino de cruz y resurrección.
Camino de cruz, porque nuestra existencia pasa continuamente por la criba
purificadora que lleva a superar el viejo mundo marcado por el pecado. Camino
de resurrección, porque el Padre, al resucitar a Cristo, ha derrotado el
pecado, por lo cual, en el creyente, el «juicio de la cruz» se convierte en
«justicia de Dios», es decir, en triunfo de su verdad y de su amor sobre la
perversidad del mundo.
La vida cristiana es, en definitiva, un
crecimiento en el misterio de la Pascua eterna. Por tanto, exige tener la
mirada fija en la meta, en las realidades últimas, y, al mismo tiempo,
comprometerse en las realidades «penúltimas»: entre éstas y la meta
escatológica no hay oposición, sino, al contrario, una relación de mutua
fecundación. Aunque es preciso afirmar siempre el primado de lo eterno, eso no
impide que vivamos rectamente, a la luz de Dios, las realidades históricas
(cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1048
ss).
(de la Audiencia General
de Juan Pablo II 11 de agosto de 1999)
"¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor!" (Lc 19, 38).
”Con
estas palabras, la población de Jerusalén acogió a Jesús en su entrada en la
ciudad santa, aclamándolo como rey de Israel. Sin embargo, algunos días más
tarde, la misma multitud lo rechazará con gritos hostiles: "¡Que lo
crucifiquen, que lo crucifiquen!" (Lc 23, 21). La liturgia del domingo de
Ramos nos hace revivir estos dos momentos de la última semana de la vida
terrena de Jesús. Nos sumerge en aquella multitud tan voluble, que en pocos
días pasó del entusiasmo alegre al desprecio homicida. 2. En el clima de
alegría, velado de tristeza, que caracteriza el domingo de Ramos, celebramos la
XIX Jornada mundial de la juventud. Este año tiene por tema: "Queremos ver
a Jesús" (Jn 12, 21), la petición que dirigieron a los Apóstoles
"algunos griegos" (Jn 12, 20) que habían acudido a Jerusalén para la
fiesta de Pascua. Ante la multitud que se había congregado para escucharlo,
Cristo proclamó: "Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos
hacia mí" (Jn 12, 32). Así pues, esta es su respuesta: todos los que
buscan al Hijo del hombre, lo verán, en la fiesta de Pascua, como verdadero
Cordero inmolado por la salvación del mundo. En la cruz, Jesús muere por cada uno y cada una de
nosotros. Por eso, la cruz es el signo más grande y elocuente de su amor
misericordioso, el único signo de salvación para todas las generaciones y para
la humanidad entera.
Hace veinte años, al concluir el Año santo de la redención, entregué a los jóvenes la gran cruz de aquel jubileo. En aquella ocasión, los exhorté a ser discípulos fieles de Cristo, Rey crucificado, que "se nos presenta como Aquel que (...) libera al hombre de lo que limita, disminuye y casi destruye esta libertad en sus mismas raíces, en el alma del hombre, en su corazón, en su conciencia" (Redemptor hominis, 12). Desde entonces, la cruz sigue recorriendo numerosos países, como preparación para las Jornadas mundiales de la juventud. Durante sus peregrinaciones, ha recorrido los continentes: como antorcha que pasa de mano en mano, ha sido transportada de un país a otro; se ha convertido en el signo luminoso de la confianza que impulsa a las jóvenes generaciones del tercer milenio.
Queridos jóvenes, celebrando el vigésimo aniversario del inicio de esta extraordinaria aventura espiritual, permitidme que os renueve la misma consigna de entonces: "Os confío la cruz de Cristo. Llevadla por el mundo como señal del amor de nuestro Señor Jesucristo a la humanidad, y anunciad a todos que sólo en Cristo muerto y resucitado está la salvación y la redención" (Clausura del Año jubilar de la Redención, 22 de abril de 1984: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de abril de 1984, p. 12). Ciertamente, el mensaje que la cruz comunica no es fácil de comprender en nuestra época, en la que se proponen y buscan como valores prioritarios el bienestar material y las comodidades. Pero vosotros, queridos jóvenes, ¡no tengáis miedo de proclamar en toda circunstancia el evangelio de la cruz! ¡No tengáis miedo de ir contra corriente!
"Cristo... se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó" (Flp 2, 6. 8-9). El admirable himno de la carta de san Pablo a los Filipenses acaba de recordarnos que la cruz tiene dos aspectos inseparables: es, al mismo tiempo, dolorosa y gloriosa. El sufrimiento y la humillación de la muerte de Jesús están íntimamente unidos a la exaltación y a la gloria de su resurrección. Queridos hermanos y hermanas; amadísimos jóvenes, tened siempre presente esta consoladora verdad. La pasión y la resurrección de Cristo constituyen el centro de nuestra fe y nuestro apoyo en las inevitables pruebas diarias. María, la Virgen de los Dolores y testigo silenciosa del gozo de la Resurrección, os ayude a seguir a Cristo crucificado y a descubrir en el misterio de la cruz el sentido pleno de la vida. ¡Alabado sea Jesucristo!”
“El
sacramento de la Penitencia ofrece al pecador la « posibilidad de convertirse y
de recuperar la gracia de la justificación »[15], obtenida por el sacrificio
de Cristo. Así, es introducido nuevamente en la vida de Dios y en la plena
participación en la vida de la Iglesia. Al confesar sus propios pecados, el
creyente recibe verdaderamente el perdón y puede acercarse de nuevo a la
Eucaristía, como signo de la comunión recuperada con el Padre y con su Iglesia.
Sin embargo, desde la antigüedad la Iglesia ha estado siempre profundamente
convencida de que el perdón, concedido de forma gratuita por Dios, implica como
consecuencia un cambio real de vida, una progresiva eliminación del mal
interior, una renovación de la propia existencia. El acto sacramental debía
estar unido a un acto existencial, con una purificación real de la culpa, que
precisamente se llama penitencia. El perdón no significa que este proceso
existencial sea superfluo, sino que, más bien, cobra un sentido, es aceptado y
acogido.
En efecto, la reconciliación con Dios no excluye la permanencia de algunas consecuencias del pecado, de las cuales es necesario purificarse. Es precisamente en este ámbito donde adquiere relieve la indulgencia, con la que se expresa el « don total de la misericordia de Dios »[16]. Con la indulgencia se condona al pecador arrepentido la pena temporal por los pecados ya perdonados en cuanto a la culpa.
El pecado, por su carácter de ofensa a la santidad y a la justicia de Dios, como también de desprecio a la amistad personal de Dios con el hombre, tiene una doble consecuencia. En primer lugar, si es grave, comporta la privación de la comunión con Dios y, por consiguiente, la exclusión de la participación en la vida eterna. Sin embargo, Dios, en su misericordia, concede al pecador arrepentido el perdón del pecado grave y la remisión de la consiguiente « pena eterna ».
En segundo lugar, « todo pecado, incluso venial, entraña apego desordenado a las criaturas que es necesario purificar, sea aquí abajo, sea después de la muerte, en el estado que se llama Purgatorio. Esta purificación libera de lo que se llama la “pena temporal” del pecado »[17], con cuya expiación se cancela lo que impide la plena comunión con Dios y con los hermanos.
Por otra parte, la Revelación enseña que el cristiano no está solo en su camino de conversión. En Cristo y por medio de Cristo la vida del cristiano está unida con un vínculo misterioso a la vida de todos los demás cristianos en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico. De este modo, se establece entre los fieles un maravilloso intercambio de bienes espirituales, por el cual la santidad de uno beneficia a los otros mucho más que el daño que su pecado les haya podido causar. Hay personas que dejan tras de sí como una carga de amor, de sufrimiento aceptado, de pureza y verdad, que llega y sostiene a los demás. Es la realidad de la « vicariedad », sobre la cual se fundamenta todo el misterio de Cristo. Su amor sobreabundante nos salva a todos. Sin embargo, forma parte de la grandeza del amor de Cristo no dejarnos en la condición de destinatarios pasivos, sino incluirnos en su acción salvífica y, en particular, en su pasión. Lo dice el conocido texto de la carta a los Colosenses: « Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia » (1, 24).
Esta profunda realidad está admirablemente expresada también en un pasaje del Apocalipsis, en el que se describe la Iglesia como la esposa vestida con un sencillo traje de lino blanco, de tela resplandeciente. Y san Juan dice: « El lino son las buenas acciones de los santos » (19, 8). En efecto, en la vida de los santos se teje la tela resplandeciente, que es el vestido de la eternidad.
Todo viene de Cristo, pero como nosotros le pertenecemos, también lo que es nuestro se hace suyo y adquiere una fuerza que sana. Esto es lo que se quiere decir cuando se habla del « tesoro de la Iglesia », que son las obras buenas de los santos. Rezar para obtener la indulgencia significa entrar en esta comunión espiritual y, por tanto, abrirse totalmente a los demás. En efecto, incluso en el ámbito espiritual nadie vive para sí mismo. La saludable preocupación por la salvación de la propia alma se libera del temor y del egoísmo sólo cuando se preocupa también por la salvación del otro. Es la realidad de la comunión de los santos, el misterio de la « realidad vicaria », de la oración como camino de unión con Cristo y con sus santos. Él nos toma consigo para tejer juntos la blanca túnica de la nueva humanidad, la túnica de tela resplandeciente de la Esposa de Cristo.
Esta doctrina sobre las indulgencias enseña, pues, en primer lugar « lo malo y amargo que es haber abandonado a Dios (cf. Jr 2, 19). Los fieles, al ganar las indulgencias, advierten que no pueden expiar con solas sus fuerzas el mal que al pecar se han infligido a sí mismos y a toda la comunidad, y por ello son movidos a una humildad saludable »[18]. Además, la verdad sobre la comunión de los santos, que une a los creyentes con Cristo y entre sí, nos enseña lo mucho que cada uno puede ayudar a los demás —vivos o difuntos— para estar cada vez más íntimamente unidos al Padre celestial.”
Se
cumplen 10 años desde aquel viernes 21 de marzo de 2014 cuando llegaban a Roma,
procedentes de toda Italia, más de 700
familiares de las víctimas de las mafias. Lo hacían en representación de
aproximadamente 15.000 personas que han sufrido el dolor de la pérdida de un
ser querido a manos de la violencia mafiosa.
A partir de 1996, el 21 de marzo, primer dia de primavera, se recuerda en toda Italia, a las víctimas
inocentes de las mafias. La tarde del 21 de marzo de 2014 el Papa Francisco
salió del Vaticano para visitar y saludar a aquellos familiares que se reunian
en la Parroquia de San Gregorio VII (donde
la Asociación “Libera” organizaba un encuentro en recuerdo de las víctimas de
las mafias), previo a la vigilia y la “Jornada de la memoria y el compromiso
que se realizaría esa noche y al dia siguiente en Latina. Cada año la manifestación principal se lleva a
cabo en un lugar diferente, y ese 2014 se desarrollaba en la ciudad lacial de
Latina. El sábado 22 de marzo se celebraba allí la XIX Jornada de la Memoria y
del compromiso, en recuerdo de las víctimas de las mafias, organizada por
“Libera” y “Avviso Pubblico”, sobre el tema “Raíces de Memoria, frutos de
empeño”. (Vat
news)
En su reflexión en la vigilia de oración por las víctimas de las mafias, el papa Francisco saludaba, agradecía el encuentro, invitaba a la oración y a una urgente conversión::
“El deseo que siento es de compartir con vosotros una esperanza, y es esta: que el sentido de responsabilidad poco a poco triunfe sobre la corrupción, en todas las partes del mundo... Y esto debe partir desde dentro, de las conciencias, y desde allí volver a curar, volver a sanar los comportamientos, las relaciones, las decisiones, el tejido social, de modo que la justicia gane espacio, se amplíe, se arraigue, y ocupe el sitio de la iniquidad. Sé que vosotros sentís fuertemente esta esperanza, y quiero compartirla con vosotros, deciros que os estaré cercano incluso esta noche y mañana, en Latina —si bien no podré ir físicamente, pero estaré con vosotros en este camino, que requiere tenacidad, perseverancia.
En especial, quiero
expresar mi solidaridad a quienes entre vosotros han perdido a una
persona querida, víctima de la violencia mafiosa. Gracias por vuestro
testimonio, porque no os habéis cerrado, sino que os habéis abierto, habéis
salido, para contar vuestra historia de dolor y de esperanza. Esto es muy
importante, especialmente para los jóvenes. Quiero rezar con vosotros —y lo
hago de corazón— por todas las víctimas de la mafia. Incluso hace pocos días,
cerca de Taranto, se produjo un delito que no tuvo piedad ni siquiera de un
niño. Pero al mismo tiempo recemos juntos, todos juntos, para pedir la
fuerza de seguir adelante, de no desalentarnos, sino de seguir
luchando contra la corrupción.
Y siento que no puedo
terminar sin decir una palabra a los grandes ausentes, hoy, a los protagonistas
ausentes: a los hombres y mujeres mafiosos. Por favor, cambiad de vida,
convertíos, deteneos, dejad de hacer el mal. Y nosotros rezamos por vosotros.
Convertíos, lo pido de rodillas; es por vuestro bien. Esta vida que vivís
ahora, no os dará placer, no os dará alegría, no os dará felicidad. El poder,
el dinero que vosotros ahora tenéis de tantos negocios sucios, de tantos
crímenes mafiosos, es dinero ensangrentado, es poder ensangrentado, y no
podréis llevarlo a la otra vida. Convertíos, aún hay tiempo, para no acabar en
el infierno. Es lo que os espera si seguís por este camino. Habéis tenido un
papá y una mamá: pensad en ellos. Llorad un poco y convertíos. Recemos juntos a
nuestra Madre María para que nos ayude: Ave María...
(Palabras que me recuerdan aquellas palabras fuertes, enérgicas, inolvidables – decían que fulminantes - al término de la Misa, después de la bendición final que Juan Pablo II expresara en el Valle de los Templos en Agrigento, (su secretario el cardenal Stanislaw Dziwisz expresó que "se enfadó de verdad tan sólo en dos ocasiones" "en Agrigento, cuando habló contra la mafia" y en en aquel Ángelus en el que pidio que no comenzara la guerra en Irak en el año 2003)
Para impartir la bendición, después de su discurso, el Papa Francisco se coloco la estola de Don Diana, mártir de la lucha contra la camorra, cuyo asesinato fue recordado hace unos días por el Papa Francisco en su carta a Mons. Angelo Spinillo, Obispo de Aversa, Aversa
Motivo? El Santo Padre Juan Pablo II – que cumplía 15 años de pontificado - había aceptado someterse a una entrevista televisiva propuesta por la RAI, entrevista que finalmente no pudo realizarse, como explica Messori mismo en el libro Cruzando el umbral de la esperanza, pero cuyos primeros pasos no fueron en vano, pues meses mas tarde recibiría otra llamada imprevista, - esta vez del Vaticano del director de la Sala de Prensa Joaquin Navarro-Valls - confirmando el deseo del Papa que con gusto respondería a las preguntas que le habían sido planteadas en preparación para aquella entrevista, que finalmente fueron la base para la publicación del libro-entrevista Cruzando el Umbral de la Esperanza, traducido a mas de 50 lenguas y con más de 20 millones de ejemplares vendidos.
Juan Alonso nos cuenta en breve esta conversión al catolicismo en su comentario
al libro-entrevista citado :
Este libro es más que una historia de conversión al catolicismo. Contiene también agudas y valiosas reflexiones sobre la situación de la fe cristiana en el actual contexto cultural. El protagonista, Vittorio Messori (Italia 1941), pasará a la historia como uno de los escritores católicos conversos más conocidos del siglo XX, autor de varios bestsellers mundiales e incansable apologeta sin complejos.
La obra es iniciativa de Andrea Tornielli, escritor y vaticanista del diario «Il Giornale», quien propuso a Messori revelar los aspectos y circunstancias más destacables de su conversión al catolicismo. Hasta la presente publicación, sólo se conocían algunos detalles vagos de este episodio por el lógico deseo del converso de mantener una reserva sobre una cuestión tan personal. Tornielli ha dialogado con él largamente sobre su vida personal y su cambio de rumbo y de perspectiva que ha iluminado desde entonces su entera existencia. A diferencia de lo que es habitual en numerosas conversiones, su acercamiento a la fe no había sido fruto de una búsqueda sino, sencillamente, de un encuentro repentino, inesperado y misterioso con Jesucristo: «un encuentro –y un enfrentamiento– [un incontro e uno scontro, en la versión italiana] con el Protagonista del Evangelio, que me pareció que salía de sus páginas para hacerse presente» (p. 60).
Desde el momento de su conversión, Messori tuvo una convicción profunda de la verdad del cristianismo. A partir de entonces, se sintió llamado a buscar las razones de esa verdad que le había llegado sin él buscarla, afrontando las grandes cuestiones de la fe cristiana, de su fundamento histórico y su razonabilidad. Fruto de ese trabajo ha publicado más de 20 libros de investigación religiosa, entre los que destaca Hipótesis sobre Jesús, un best seller mundial publicado en 1976 después de doce años de trabajo.
Pero no es el suyo un intento de demostrar la fe, sino de buscar sus fundamentos. El racionalismo ha convertido a la razón en ideología, sin caer en la cuenta de conversión, sobre las verdades de la fe cristiana y la situación de la Iglesia. El volumen está escrito en forma de una entrevista, estructurado en siete capítulos precedidos por un prólogo de Tornielli. El interés que el libro ha suscitado en Italia –donde en un año ha alcanzado ya cinco ediciones– parece prolongarse en otros países, según se desprende de las traducciones que van surgiendo, entre otras la que presenta ahora Libros Libres en lengua castellana. Messori confiesa la dificultad de explicar el proceso de transformación que sufrió cuando, en el verano de 1964, siendo un joven estudiante de 23 años, se vio como forzado a abrazar el Evangelio. Había sido criado en una familia de tradición anticlerical y formado en el agnosticismo más radical y compacto de los ambientes universitarios de Turín. Su conversión fue un que, al usar la razón hasta el final, siempre se llega al misterio: «el corazón tiene razones que la razón no entiende», como dijo Pascal, al que Messori siente como una de sus principales guías y apoyos a partir de su conversión. Frente al estereotipo que el laicismo ha construido sobre la religión católica como una religión de la ignorancia, la renuncia y el retroceso, Messori insiste constantemente en un concepto de catolicismo rico en humanidad y racionalidad, abierto al mundo y fuente de esperanza. Igualmente, frente al «aut-aut» («o esto o aquello») de la herejía, lo característico del catolicismo –señala el autor en diversas ocasiones– es el positivo «et-et» («esto y esto») y no el frustrante «aut-aut». La fe católica lo abraza todo y lo integra todo. La entrevista destila la naturalidad y la frescura de una conversación entre amigos. Las respuestas de Messori combinan de manera equilibrada la franqueza con la erudición. Numerosas citas y aforismos de autores clásicos y modernos salpican los comentarios del entrevistado, reforzando así mejor su proyección sobre el actual panorama cultural y religioso.
Con
motivo de cumplirse los 100 años del Motu Proprio Tra le Sollecitudini del
Papa Pio X sobre la música
sagrada - el 22 de noviembre (2003) día que se
recuerda a Santa Cecilia, patrona de la música, el Papa Juan Pablo II publicó un quirógrafo donde
recuerda – en palabras de Pio X – que “La especial atención que se ha de dedicar
a la música sagrada, deriva del hecho de que "como parte integrante de la
liturgia solemne, la música sagrada tiende a su mismo fin, el cual consiste en
la gloria de Dios y la santificación y edificación de los fieles" [3]. Interpretando y expresando el sentido
profundo del texto sagrado al que está íntimamente unida, es capaz de
"añadir más eficacia al texto mismo, para que (...) los fieles se preparen
mejor a recibir los frutos de la gracia, propios de la celebración de los
sagrados misterios"[4].”
En su
Quirografo Juan Pablo II también mencionaba la constitución del Concilio Vaticano II Sacrosanctum Concilium sobre la
sagrada liturgia, donde se especifica con claridad la función eclesial de la
música sagrada: "La tradición musical de la Iglesia universal
constituye un tesoro de valor inestimable, que sobresale entre las demás expresiones
artísticas, principalmente porque el canto sagrado, unido a las palabras, constituye
una parte necesaria o integral de la liturgia solemne"[5]” subrayando a su vez que “Además
del Papa san Pío X, hay que recordar, entre otros, a los Papas Benedicto XIV,
con la encíclica Annus qui (19 de febrero de 1749), Pío XII,
con las encíclicas Mediator Dei (20 de noviembre de
1947) y Musicae sacrae disciplina (25 de
diciembre de 1955), y por último Pablo VI con sus luminosos pronunciamientos
diseminados en múltiples intervenciones.” (por ej. Su Motu proprio Sacram Liturgian
donde aconseja entren en vigor las prescripciones de la Sagrada Liturgia
aprobadas por el Concilio Vaticano II) “La especial atención que se ha de dedicar a la música sagrada,
recuerda el santo Pontífice, deriva del hecho de que "como parte
integrante de la liturgia solemne, la música sagrada tiende a su mismo fin, el
cual consiste en la gloria de Dios y la santificación y edificación de los
fieles"[3]. Interpretando y expresando
el sentido profundo del texto sagrado al que está íntimamente unida, es capaz
de "añadir más eficacia al texto mismo, para que (...) los fieles se
preparen mejor a recibir los frutos de la gracia, propios de la celebración de
los sagrados misterios"[4].El concilio Vaticano II
utilizó este enfoque en el capítulo VI de la constitución Sacrosanctum Concilium sobre la sagrada
liturgia, donde se recuerda con claridad la función eclesial de la música
sagrada: "La tradición musical de la Iglesia universal constituye un
tesoro de valor inestimable, que sobresale entre las demás expresiones
artísticas, principalmente porque el canto sagrado, unido a las palabras,
constituye una parte necesaria o integral de la liturgia solemne"[5]. El Concilio recuerda,
asimismo, que "los cantos sagrados han sido alabados tanto por la sagrada
Escritura como por los Santos Padres y los Romanos Pontífices, quienes en los
últimos tiempos, empezando por san Pío X, han expuesto con mayor precisión la
función ministerial de la música sagrada en el servicio divino"[6].
Advierte
a su vez Juan Pablo II en el Quirógrafo que “De acuerdo con las enseñanzas
de san Pío X y del concilio Vaticano II es preciso ante todo subrayar que la música
destinada a los ritos sagrados debe tener como punto de referencia la santidad:
de hecho, "la música sagrada será tanto más santa cuanto más estrechamente
esté vinculada a la acción litúrgica"[11]. Precisamente por eso,
"no todo lo que está fuera del templo (profanum) es apto
indistintamente para franquear sus umbrales", afirmaba sabiamente mi
venerado predecesor Pablo VI, comentando un decreto del concilio de Trento[12], y precisaba que "si la
música -instrumental o vocal- no posee al mismo tiempo el sentido de la
oración, de la dignidad y de la belleza, se impide a sí misma la entrada en la
esfera de lo sagrado y de lo religioso"[13]. Por otra parte, hoy la
misma categoría de "música sagrada" ha ampliado hasta tal punto su
significado, que incluye repertorios que no pueden entrar en la celebración sin
violar el espíritu y las normas de la liturgia misma.”