“La vida del hombre
proviene de Dios, es su don, su imagen e impronta, participación de su soplo
vital. Por tanto, Dios es el único señor de esta vida: el
hombre no puede disponer de ella. Dios mismo lo afirma a Noé después del
diluvio: « Os prometo reclamar vuestra propia sangre: la reclamaré a todo
animal y al hombre: a todos y a cada uno reclamaré el alma humana » (Gn 9,
5). El texto bíblico se preocupa de subrayar cómo la sacralidad de la vida
tiene su fundamento en Dios y en su acción creadora: « Porque a imagen de Dios
hizo El al hombre » (Gn 9, 6).
La vida y la muerte del
hombre están, pues, en las manos de Dios, en su poder: « El, que tiene en su
mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre », exclama
Job (12, 10). « El Señor da muerte y vida, hace bajar al Seol y retornar » (1
S 2, 6). Sólo El puede decir: « Yo doy la muerte y doy la vida » (Dt 32,
39).
Sin embargo, Dios no
ejerce este poder como voluntad amenazante, sino como cuidado y
solicitud amorosa hacia sus criaturas. Si es cierto que la vida del
hombre está en las manos de Dios, no lo es menos que sus manos son cariñosas
como las de una madre que acoge, alimenta y cuida a su niño: « Mantengo mi alma
en paz y silencio como niño destetado en el regazo de su madre. ¡Como niño
destetado está mi alma en mí! » (Sal 131 130, 2; cf. Is 49,
15; 66, 12-13; Os 11, 4). Así Israel ve en las vicisitudes de
los pueblos y en la suerte de los individuos no el fruto de una mera casualidad
o de un destino ciego, sino el resultado de un designio de amor con el que Dios
concentra todas las potencialidades de vida y se opone a las fuerzas de muerte
que nacen del pecado: « No fue Dios quien hizo la muerte, ni se recrea en la
destrucción de los vivientes; él todo lo creó para que subsistiera » (Sb 1,
13-14).”
(de la Carta Enciclica Evangelium Vitae de Juan Pablo II)
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