“….en aquel
momento descubrieron el infierno. Tras el alambre de espino, mirando a los
soldados como si fueran fantasmas, no había hombres, sino gusanos. Cuerpos
esqueléticos. Rostros inexpresivos. Ojos que semejaban agujeros negros. Eran
solamente algunos de los 7.650 supervivientes. El resto se encontraba en los
barracones de madera, imposibilitados para moverse, muchos con las
articulaciones congeladas, o enfermos de tuberculosis.
Pero los que
rompían el corazón eran los niños, los muchachos. Totalmente reducidos a piel y
huesos. Muchos no llegaban a pesar ni tan siquiera veinte kilos. Eran unos
pocos centenares de los más de 220.000 que habían sido deportados a Auschwitz,
donde la mayoría perdió a su familia.
Los militares tuvieron que hacer un esfuerzo enorme para proseguir con aquella dolorosa batida. Atrocidades, durante la guerra, habían visto muchas, pero nunca como aquéllas. Tan sólo narrarlas o describirlas iba a ser difícil.
¿Cómo haces – se preguntaba angustiado un testigo, incluso muchos años después – cómo haces para «contar lo incontable?»
Allí estaban las ruinas de los hornos crematorios que habían hecho saltar por los aires, el último justo el día anterior. Y cadáveres, cadáveres por todas partes, más de 100.000, que los matarifes no habían tenido tiempo de incinerar. ¡Quién sabe cuántos de los prisioneros habían muerto arrastrados por los nazis durante su huida!
Quien haya estado en Auschwitz ha podido ver todo esto tras las enormes vitrinas en las que, si bien en una pequeñísima parte, se encuentra algo así como la proyección visual, lúgubre, del numero de las víctimas, y por tanto, de lo que supuso el genocidio de seis millones de judíos.”
Invito
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