“Pero sobre todo era un
Papa diferente por cómo conservó su propia humanidad hasta el fondo. Tenía una
necesidad espontánea, instintiva, de contacto con los demás. Mostraba una gran
naturalidad al sintonizar con quien lo escuchaba, pero también con quien le
hablaba, sin que nunca afectara su papel, su autoridad; como ocurría en las
comidas o en las cenas, pues a su mesa siempre había personas (colaboradores,
amigos, ilustres intelectuales) que le informaban sobre los problemas del
trabajo, o discutían con él sobre cómo iban las cosas en el mundo. Y también la
idea de los viajes nació de esta necesidad de relaciones humanas más directas,
más inmediatas. «A los fieles – decía – no podemos esperarlos en la plaza de San Pedro, al contrario, hay que ir donde
están ellos».
A menudo hablaba de forma
espontánea, improvisando incluso en idiomas que apenas sabía. Comenzó a usar el
«yo» en lugar del plural mayestático, no sólo en los discursos, sino incluso en
los documentos oficiales. Escribió «cartas» - como hace un padre con sus
propios hijos – a los niños y a los jóvenes, y también a las mujeres, a los
enfermos, a los artistas, a las familias, y otra más, muy personal y reveladora
de los sentimientos que experimentaba al
acercarse a los ochenta años de edad, la escribió a sus «coetáneos», como los
llamó. «Siendo también yo anciano, he sentido el deseo de ponerme en diálogo con
vosotros…». No se le ocultaba el hecho de que había entrado en la etapa de la
fragilidad, de las limitaciones debidas a la edad: pero decía, «conservo el
gusto por la vida.».
Quizás también por eso, por
el deseo de acercar a la gente, se encontraba más a gusto «jugando» fuera de casa,
fuera del Vaticano, lo cual era ya un primer signo del cambio que pedía el
Concilio: la Iglesia salía de los «recintos sagrados» para retomar el diálogo con el mundo contemporáneo. Pero además aquí estaba
la voluntad del nuevo Papa de, por un lado, hacer más personal la misión universal
del jefe de la Iglesia, haciéndola de este modo más comprensible, y por otro,
la voluntad de ir al encuentro de los hombres, de los hombres concretos, allí
donde ellos viven, trabajan, combaten sus batallas cotidianas.
Fue, en fin, el artífice –
aunque no siempre fue comprendido y no siempre fue secundado – de una profunda revolución
espiritual; una revolución espiritual que nunca fue desconcertante, llevada delante
de forma gradual, pero que logró igualmente dar un nuevo rostro a la Iglesia y
a una nueva credibilidad al catolicismo, acompañando al hombre moderno en el
camino hacia una nueva búsqueda de sentido, de significado de su propia
existencia, y volver así a experimentar la nostalgia de un Dios quizás lejano, quizás
incluso obligado a callar en el fondo de su propia conciencia, pero nunca
completamente olvidado.”
Gian Franco Svidercoschi:
Un Papa que no muere – la herencia de Juan Pablo II, Ediciones San Pablo 2011)
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