“San Germán, en un texto
lleno de poesía, sostiene que el afecto de Jesús a su Madre exige que María se
vuelva a unir con su Hijo divino en el cielo: «Como un niño busca y desea la
presencia de su madre, y como una madre quiere vivir en compañía de su hijo,
así también era conveniente que tú, de cuyo amor materno a tu Hijo y Dios no
cabe duda alguna, volvieras a él. ¿Y no era conveniente que, de cualquier modo,
este Dios que sentía por ti un amor verdaderamente filial, te tomara consigo?»
(Hom. 1 in Dormitionem: PG 98, 347). En otro texto, el
venerable autor integra el aspecto privado de la relación entre Cristo y María
con la dimensión salvífica de la maternidad, sosteniendo que: «Era necesario
que la madre de la Vida compartiera la morada de la Vida» (ib.: PG 98,
348).
Según
algunos Padres de la Iglesia, otro argumento en que se funda el privilegio de
la Asunción se deduce de la participación de María en la obra de la redención.
San Juan Damasceno subraya la relación entre la participación en la Pasión y el
destino glorioso: «Era necesario que aquella que había visto a su Hijo en la
cruz y recibido en pleno corazón la espada del dolor (...) contemplara a ese
Hijo suyo sentado a la diestra del Padre» (Hom. 2: PG 96,
741). A la luz del misterio pascual, de modo particularmente claro se ve la
oportunidad de que, junto con el Hijo, también la Madre fuera glorificada
después de la muerte.
El
concilio Vaticano II, recordando en la constitución dogmática sobre la Iglesia
el misterio de la Asunción, atrae la atención hacia el privilegio de la
Inmaculada Concepción: precisamente porque fue «preservada libre de toda mancha
de pecado original» (Lumen gentium, 59), María no podía
permanecer como los demás hombres en el estado de muerte hasta el fin del
mundo. La ausencia del pecado original y la santidad, perfecta ya desde el
primer instante de su existencia, exigían para la Madre de Dios la plena glorificación
de su alma y de su cuerpo.”
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