En los cuatro últimos siglos, la mayor parte de los beatos y
santos de la Iglesia Católica han sido proclamados durante el pontificado de
Juan Pablo II, que ha durado veintiséis años.
No existe ninguna razón para dudar que tal “aceleración” – como
algunos llaman a la sorprendente multiplicación de las legiones de santos – no
pueda ayudar a encontrar el “alma gemela” en esta excelente compañía. Pero,
antes, se plantea un dilema: ¿a quién elegir como propio intercesor en los
proyectos, desgracias y problemas, también en los momentos de
esperanzada alegría, cuando hemos sido capaces de hacer algo y cuando hemos
conseguido un éxito por pequeño o grande que sea?
¿A quién rezar de estas figuras? Me parece que primero es
necesario preguntarse si tenemos verdaderamente necesidad de algunas cosas. Si
yo, en el ámbito de la fe, siento la necesidad de alguien que me introduzca en
el misterio me ayude con su consejo, me guie y no me pierda de vista. En todo
esto, nos confiamos en la contemplación de Dios por parte de Jesus. El conoce a
Dios directamente, lo ve, El es el verdadero mediador entre Dios y el hombre.
Nuestra fe es participación en la visión de Dios, que El posee. Pero la
meditación de Jesus en la fe y la mediación de los santos, que se encuentra en
El, la fuente, se unen. Imitar a los
santos no significa obligarse a admirar aquello en que no creemos,
aquello de lo que no es tamos convencidos. Simular no sirve para nada.
Si quieres realizar algo que ha realizado un santo, entonces,
quizás, te interesa también saber como lo ha conseguido, como
lo ha hecho. Entonces quizás tendrías que detenerte con atención y
respeto, y asi, no solo tu admiración surgiría espontanea, sino también tu
oración. ¿A cuántos santos conoces? ¿Cuánto los conoces? Los santos son guías
infalibles en la búsqueda de Dios. Pueden dar un fuerte testimonio con sus
vidas. Conocemos el dilema de Pedro. El quería salvar a Jesus, sin embargo ha
sido Jesus quien ha salvado a Pedro; conocemos el camino seguido por Pedro para
convencerse de que ha sido él el salvado y perdonado por Jesus y que él era el
primer destinatario del perdón y de la misericordia evangélica. No le fue fácil
llegar a esta convicción, porque era muy celoso de la propia fidelidad y de la
propia sinceridad… Pero el Señor, de manera inesperada para Pedro,
lo ha conducido consigo en el momento en que Pedro ha afirmado que El era el
Señor y lo ha testimoniado con palabras llenas de sinceridad, movido por una
profunda emoción: «Señor, también yo, como todos los demás, soy solo una
miserable criatura. No pensaba, Señor, que hubiese podido llegar tan lejos».
Y Pedro comprende ahora, finalmente, el sentido del Evangelio,
como don de salvación para un pecador, y comienza, al mismo tiempo, a
comprender que Dios no solo es empuje para un comportamiento mejor, que no es
un reformador de la humanidad, sino sobre todo un Amor ofrecido: un
Amor gratito y misericordioso, que no condena, no juzga, no regaña.
La mirada de Jesus es simplemente una mirada de misericordia y
amor. Pedro, por tanto, nos puede transmitir algo de la propia experiencia,
hablarnos de algo, que es, al mismo tiempo, lo más fácil y
lo más difícil en la vida: saber dejarse amar. Pedro, hasta entonces
estaba orgulloso de poder hacer algo por el Señor. Ahora, sin embargo, entiende
que ante Dios no puede hacer otra cosa que dejarse amar, dejarse
llevar, permitir ser perdonado. Quería morir por Jesus, y al
contrario, ahora ve que en realidad es Jesus quien muere por él.
Aquí se cumple una desconcertante inversión de valores, difícilmente admitida
por el hombre, que cree que Dios siempre exige algo y por eso no es capaz de
aceptar una imagen evangélica de Dios-siervo. Hay motivo para
detenerse y reflexionar, y quizás también para dirigirse a Pedro para que nos
de alguna lección.
Pedro, como todos nosotros, era un hombre que buscaba a Dios,
hasta que comprendió que es Él el primero en buscarnos. El nos sigue día a día
con discreción, incansablemente. Las manos de una madre son una prueba de ello,
como puede serlo también una palabra de consuelo. Dios, a través de
los santos, quiere mostrarnos el camino para alcanzar Su Reino. Durante el rito
del bautismo nuestros padres nos han elegido un compañero en el camino de la
vida, uno de los moradores del cielo. En la confirmación nosotros mismos,
conscientemente, nos hemos elegido otro. ¡Pensemos incluso en el espacio que la
Iglesia ha destinado a los santos en la plegaria eucarística!
Dios nos busca y quiere alcanzarnos; los santos no se encuentran
solo en el cielo. Los santos están con nosotros en el mundo, entre nosotros.
Viven a nuestro lado, trabajan, sufren, se sacrifican. Basta
solo mirarles más atentamente, conocerles más profundamente., Ellos
sostienen la fe, gracias a ellos la esperanza y el amor sobrevive en la gente.
Es necesario conocerles mejor. Por que –
como dijo alguien – en el horizonte de la cristiandad los santos son como los
volcanes desde hace tiempo inactivos. Sus nombres se asocian a menudo a un símbolo
iconográfico, a un popular cambio de estación, a un dia del calendario. Nos
olvidamos de cuantos trabajos les han llevado a los altares, cuanta lava han
lanzado,. Es necesario contemplarles de cerca, y entonces la lección de un
santo al que rezar dejara de ser difícil.
p.Hieronim Fokcinski
SJ, (Totus Tuus Nro
0, febrero 2006, Año 1,
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