“María
es Madre de misericordia porque Jesucristo, su Hijo, es enviado por el Padre
como revelación de la misericordia de Dios (cf.Jn 3,
16-18). Él ha venido no para condenar sino para perdonar, para derramar
misericordia (cf. Mt 9,
13). Y la misericordia mayor radica en su estar en medio de nosotros y en la
llamada que nos ha dirigido para encontrarlo y proclamarlo, junto con Pedro,
como «el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Ningún pecado del hombre
puede cancelar la misericordia de Dios, ni impedirle poner en acto toda su
fuerza victoriosa, con tal de que la invoquemos. Más aún, el mismo pecado hace
resplandecer con mayor fuerza el amor del Padre que, para rescatar al esclavo,
ha sacrificado a su Hijo 181: su
misericordia para nosotros es redención. Esta misericordia alcanza la plenitud
con el don del Espíritu Santo, que genera y exige la vida nueva. Por numerosos
y grandes que sean los obstáculos opuestos por la fragilidad y el pecado del
hombre, el Espíritu, que renueva la faz de la tierra (cf. Sal 104,
30), posibilita el milagro del cumplimiento perfecto del bien. Esta renovación,
que capacita para hacer lo que es bueno, noble, bello, grato a Dios y conforme
a su voluntad, es en cierto sentido el colofón del don de la misericordia, que
libera de la esclavitud del mal y da la fuerza para no volver a pecar. Mediante
el don de la vida nueva, Jesús nos hace partícipes de su amor y nos conduce al
Padre en el Espíritu.
Esta es la
consoladora certeza de la fe cristiana, a la cual debe su profunda humanidad y
su extraordinaria
sencillez. A
veces, en las discusiones sobre los nuevos y complejos problemas morales, puede
parecer como si la moral cristiana fuese en sí misma demasiado difícil: ardua
para ser comprendida y casi imposible de practicarse. Esto es falso, porque —en
términos de sencillez evangélica— consiste fundamentalmente en el seguimiento
de Jesucristo, en
el abandonarse a él, en el dejarse transformar por su gracia y ser renovados
por su misericordia, que se alcanzan en la vida de comunión de su Iglesia.
«Quien quiera vivir —nos recuerda san Agustín—, tiene en donde vivir, tiene de
donde vivir. Que se acerque, que crea, que se deje incorporar para ser
vivificado. No rehuya la compañía de los miembros» 182. Con
la luz del Espíritu, cualquier persona puede entenderlo, incluso la menos
erudita, sobre todo quien sabe conservar un «corazón entero» (Sal 86,
11). Por otra parte, esta sencillez evangélica no exime de afrontar la
complejidad de la realidad, pero puede conducir a su comprensión más verdadera
porque el seguimiento de Cristo clarificará progresivamente las características
de la auténtica moralidad cristiana y dará, al mismo tiempo, la fuerza vital
para su realización. Vigilar para que el dinamismo del seguimiento de Cristo se
desarrolle de modo orgánico, sin que sean falsificadas o soslayadas sus
exigencias morales —con todas las consecuencias que ello comporta— es tarea del
Magisterio de la Iglesia. Quien ama a Cristo observa sus mandamientos (cf. Jn 14,
15).
María
es también Madre de misericordia porque Jesús le confía su Iglesia y toda la
humanidad. A los pies de la cruz, cuando acepta a Juan como hijo; cuando, junto
con Cristo, pide al Padre el perdón para los que no saben lo que hacen (cf. Lc 23,
34), María, con perfecta docilidad al Espíritu, experimenta la riqueza y
universalidad del amor de Dios, que le dilata el corazón y la capacita para
abrazar a todo el género humano. De este modo, se nos entrega como Madre de
todos y de cada uno de nosotros. Se convierte en la Madre que nos alcanza la
misericordia divina.”
(de la Encìclica Veritatis Splendor de San Juan Pablo II)
(de la Encìclica Veritatis Splendor de San Juan Pablo II)
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