En su homilía al inicio del Ministerio petrino el Papa Benedicto explicó el significado de ambos signos: el palio y el anillo. Transcribo aqui parte de aquella valiosa y significativa homilía.
En lugar de exponer un
programa, desearía más bien intentar comentar simplemente los dos signos con
los que se representa litúrgicamente el inicio del Ministerio petrino; por lo
demás, ambos signos reflejan también exactamente lo que se ha proclamado en las
lecturas de hoy.
El primer signo es el palio, tejido de lana pura, que se me pone sobre los hombros.
Este signo antiquísimo, que los Obispos de Roma llevan desde el siglo IV, puede
ser considerado como una imagen del yugo de Cristo, que el Obispo de esta
ciudad, el Siervo de los Siervos de Dios, toma sobre sus hombros. El yugo de
Dios es la voluntad de Dios que nosotros acogemos. Y esta voluntad no es un
peso exterior, que nos oprime y nos priva de la libertad. Conocer lo que Dios
quiere, conocer cuál es la vía de la vida, era la alegría de Israel, su gran
privilegio. Ésta es también nuestra alegría: la voluntad de Dios, en vez de
alejarnos de nuestra propia identidad, nos purifica –quizás a veces de manera
dolorosa– y nos hace volver de este modo a nosotros mismos. Y así, no servimos
solamente Él, sino también a la salvación de todo el mundo, de toda la
historia. En realidad, el simbolismo del
Palio es más concreto aún: la lana de cordero representa la oveja perdida,
enferma o débil, que el pastor lleva a cuestas para conducirla a las aguas de
la vida. La parábola de la oveja perdida, que el pastor busca en el desierto,
fue para los Padres de la Iglesia una imagen del misterio de Cristo y de la
Iglesia. La humanidad –todos nosotros– es la oveja descarriada en el desierto
que ya no puede encontrar la senda. El Hijo de Dios no consiente que ocurra
esto; no puede abandonar la humanidad a una situación tan miserable. Se alza en
pie, abandona la gloria del cielo, para ir en busca de la oveja e ir tras ella,
incluso hasta la cruz. La pone sobre sus hombros, carga con nuestra humanidad,
nos lleva a nosotros mismos, pues Él es el buen pastor, que ofrece su vida por
las ovejas. El Palio indica primeramente que Cristo nos lleva a todos nosotros.
Pero, al mismo tiempo, nos invita a llevarnos unos a otros. Se convierte así en
el símbolo de la misión del pastor del que hablan la segunda lectura y el
Evangelio de hoy. La santa inquietud de Cristo ha de animar al pastor: no es
indiferente para él que muchas personas vaguen por el desierto. Y hay muchas
formas de desierto: el desierto de la pobreza, el desierto del hambre y de la
sed; el desierto del abandono, de la soledad, del amor quebrantado. Existe
también el desierto de la oscuridad de Dios, del vacío de las almas que ya no
tienen conciencia de la dignidad y del rumbo del hombre. Los desiertos
exteriores se multiplican en el mundo, porque se han extendido los desiertos
interiores. Por eso, los tesoros de la tierra ya no están al servicio del
cultivo del jardín de Dios, en el que todos puedan vivir, sino subyugados al
poder de la explotación y la destrucción. La Iglesia en su conjunto, así como
sus Pastores, han de ponerse en camino como Cristo para rescatar a los hombres
del desierto y conducirlos al lugar de la vida, hacia la amistad con el Hijo de
Dios, hacia Aquel que nos da la vida, y la vida en plenitud. El símbolo del
cordero tiene todavía otro aspecto. Era costumbre en el antiguo Oriente que los
reyes se llamaran a sí mismos pastores de su pueblo. Era una imagen de su
poder, una imagen cínica: para ellos, los pueblos eran como ovejas de las que
el pastor podía disponer a su agrado. Por el contrario, el pastor de todos los
hombres, el Dios vivo, se ha hecho él mismo cordero, se ha puesto de la parte
de los corderos, de los que son pisoteados y sacrificados. Precisamente así se
revela Él como el verdadero pastor: “Yo soy el buen pastor [...]. Yo doy mi
vida por las ovejas”, dice Jesús de sí mismo (Jn 10, 14s.). No es
el poder lo que redime, sino el amor. Éste es el distintivo de Dios: Él mismo
es amor. ¡Cuántas veces desearíamos que Dios se mostrara más fuerte! Que
actuara duramente, derrotara el mal y creara un mundo mejor. Todas las
ideologías del poder se justifican así, justifican la destrucción de lo que se
opondría al progreso y a la liberación de la humanidad. Nosotros sufrimos por
la paciencia de Dios. Y, no obstante, todos necesitamos su paciencia. El Dios,
que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no
por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y
destruido por la impaciencia de los hombres.
(…)
El segundo signo con
el cual la liturgia de hoy representa el comienzo del Ministerio petrino es la
entrega del anillo del pescador. La
llamada de Pedro a ser pastor, que hemos oído en el Evangelio, viene después de
la narración de una pesca abundante; después de una noche en la que echaron las
redes sin éxito, los discípulos vieron en la orilla al Señor resucitado. Él les
manda volver a pescar otra vez, y he aquí que la red se llena tanto que no
tenían fuerzas para sacarla; había 153 peces grandes y, “aunque eran tantos, no
se rompió la red” (Jn 21, 11). Este relato al final del camino
terrenal de Jesús con sus discípulos, se corresponde con uno del principio:
tampoco entonces los discípulos habían pescado nada durante toda la noche;
también entonces Jesús invitó a Simón a remar mar adentro. Y Simón, que todavía
no se llamaba Pedro, dio aquella admirable respuesta: “Maestro, por tu palabra
echaré las redes”. Se le confió entonces la misión: “No temas, desde ahora serás pescador de hombres” (Lc 5,
1.11). También hoy se dice a la Iglesia y a los sucesores de los apóstoles que
se adentren en el mar de la historia y echen las redes, para conquistar a los
hombres para el Evangelio, para Dios, para Cristo, para la vida verdadera. Los
Padres han dedicado también un comentario muy particular a esta tarea singular.
Dicen así: para el pez, creado para vivir en el agua, resulta mortal sacarlo
del mar. Se le priva de su elemento vital para convertirlo en alimento del
hombre. Pero en la misión del pescador de hombres ocurre lo contrario. Los
hombres vivimos alienados, en las aguas saladas del sufrimiento y de la muerte;
en un mar de oscuridad, sin luz. La red del Evangelio nos rescata de las aguas
de la muerte y nos lleva al resplandor de la luz de Dios, en la vida verdadera.
Así es, efectivamente: en la misión de pescador de hombres, siguiendo a Cristo,
hace falta sacar a los hombres del mar salado por todas las alienaciones y
llevarlo a la tierra de la vida, a la luz de Dios. Así es, en verdad: nosotros
existimos para enseñar Dios a los hombres. Y únicamente donde se ve a Dios,
comienza realmente la vida. Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo,
conocemos lo que es la vida. No somos el producto casual y sin sentido de la
evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno
de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario. Nada hay más
hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo.
Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él. La
tarea del pastor, del pescador de hombres, puede parecer a veces gravosa. Pero
es gozosa y grande, porque en definitiva es un servicio a la alegría, a la
alegría de Dios que quiere hacer su entrada en el mundo.
Quisiera ahora destacar
todavía una cosa: tanto en la imagen del pastor como en la del pescador, emerge
de manera muy explícita la llamad a la unidad. “Tengo , además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas
las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo
Pastor” (Jn 10, 16), dice Jesús al final del discurso del buen
pastor. Y el relato de los 153 peces grandes termina con la gozosa
constatación: “Y aunque eran tantos, no se rompió la red” (Jn 21,
11). ¡Ay de mí, Señor amado! ahora la red se ha roto, quisiéramos decir
doloridos. Pero no, ¡no debemos estar tristes! Alegrémonos por tu promesa que
no defrauda y hagamos todo lo posible para recorrer el camino hacia la unidad
que tú has prometido. Hagamos memoria de ella en la oración al Señor, como
mendigos; sí, Señor, acuérdate de lo que prometiste. ¡Haz que seamos un solo
pastor y una sola grey! ¡No permitas que se rompa tu red y ayúdanos a ser
servidores de la unidad!
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