El segundo documento que luego resultaría
importante para el encuentro de la Iglesia con la modernidad nació casi por
casualidad, y creció en varios estratos. Me refiero a la Declaración “Nostra
aetate” sobre las relaciones de la Iglesia con
las religiones no cristianas. Inicialmente se tenía la intención de preparar
una declaración sobre las relaciones entre la Iglesia y el judaísmo, texto que
resultaba intrínsecamente necesario después de los horrores de la Shoah. Los
padres conciliares de los países árabes no se opusieron a ese texto, pero
explicaron que, si se quería hablar del judaísmo, también se debía hablar del
islam. Hasta qué punto tenían razón al respecto, lo hemos ido comprendiendo en
Occidente sólo poco a poco. Por último, creció la intuición de que era justo
hablar también de otras dos grandes religiones — el hinduismo y el budismo —,
así como del tema de la religión en general. A eso se añadió luego
espontáneamente una breve instrucción sobre el diálogo y la colaboración con
las religiones, cuyos valores espirituales, morales y socioculturales debían
ser reconocidos, conservados y desarrollados (n. 2). Así, en un documento
preciso y extraordinariamente denso, se inauguró un tema cuya importancia
todavía no era previsible en aquel momento. La tarea que ello implica, el
esfuerzo que es necesario hacer aún para distinguir, clarificar y comprender,
resulta cada vez más patente. En el proceso de recepción activa poco a poco
se fue viendo también una debilidad de este texto de por sí
extraordinario: habla de las religiones sólo de un modo positivo, ignorando las
formas enfermizas y distorsionadas de religión, que desde el punto de vista
histórico y teológico tienen un gran alcance; por eso la fe cristiana ha sido
muy crítica desde el principio respecto a la religión, tanto hacia el interior
como hacia el exterior.
Mientras que al comienzo del concilio habían
prevalecido los episcopados del centro de Europa con sus teólogos, en el curso
de las fases conciliares se amplió cada vez más el radio del trabajo y de la
responsabilidad común. Los obispos se consideraban aprendices en la escuela del
Espíritu Santo y en la escuela de la colaboración recíproca, pero lo hacían
como servidores de la Palabra de Dios, que vivían y actuaban en la fe. Los
padres conciliares no podían y no querían crear una Iglesia nueva, diversa. No
tenían ni el mandato ni el encargo de hacerlo. Eran padres del Concilio con una
voz y un derecho de decisión sólo en cuanto obispos, es decir, en virtud del
Sacramento y en la Iglesia del Sacramento. Por eso no podían y no querían crear
una fe distinta o una Iglesia nueva, sino comprenderlas de modo más profundo y,
por consiguiente, realmente “renovarlas”. Por eso una hermenéutica de la
ruptura es absurda, contraria al espíritu y a la voluntad de los padres
conciliares.
En el cardenal Frings tuve un “padre” que vivió de
modo ejemplar este espíritu del Concilio. Era un hombre de gran apertura y
amplitud de miras, pero sabía también que sólo la fe permite salir al aire
libre, al espacio que queda vedado al espíritu positivista. Esta es la visión a
la que quería servir con el mandato recibido a través del Sacramento de la
ordenación episcopal. No puedo menos que estarle siempre agradecido por haberme
llevado a mí — el profesor más joven de la Facultad teológica católica de
la universidad de Bonn — como su consultor a la gran asamblea de la Iglesia,
permitiéndome frecuentar esa escuela y recorrer desde dentro el camino del
concilio. En este volumen se han recogido varios escritos con los cuales, en
esa escuela, he pedido la palabra. Peticiones de palabra totalmente
fragmentarias, en las que se refleja también el proceso de aprendizaje que el
concilio y su recepción han significado y significan aún para mí. Espero que
estas diversas contribuciones, con todos sus límites, puedan ayudar en su
conjunto a comprender mejor el concilio y a traducirlo en una justa vida
eclesial. Agradezco de corazón al arzobispo Gerhard Ludwig Müller y a sus
colaboradores del Institut Papst Benedikt XVI el
extraordinario empeño que han puesto para la realización de este volumen.
(Papa Benedicto XVI con ocasión del 50 aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II )
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