Hace
cuarenta años moría el amado y venerado Papa Juan XXIII, al que tuve la alegría de proclamar beato,
juntamente con el Papa Pío IX, el 3 de septiembre del año 2000.
El
pensamiento vuelve espontáneamente al lunes 3 de junio de 1963: aquella
tarde, cuando miles de fieles de Roma y peregrinos acudieron a la plaza de San
Pedro para estar lo más cerca posible de su amado Padre y Pastor, el cual,
después de una larga y dolorosa enfermedad, dejaba este mundo.
A
las siete de la tarde, en el atrio de la basílica vaticana, el cardenal Luigi
Traglia, provicario de Roma, iniciaba la santa misa, mientras él, en su lecho
convertido en altar, consumaba su sacrificio
espiritual, el sacrificio de toda su vida.
Desde
la plaza de San Pedro, abarrotada de gente, se elevaba unánime hacia el cielo
la oración de la Iglesia. Nos parece revivir aquellos momentos de intensa
emoción: las miradas de la humanidad entera se dirigían hacia la ventana
del tercer piso del palacio apostólico. El final de aquella misa coincidió con
la muerte del Papa bueno.
2. "Este
lecho es un altar; el altar exige una víctima: ¡heme aquí! Ofrezco
mi vida por la Iglesia, por la continuación del
Concilio ecuménico, por la paz del mundo y por la unión de los cristianos"
(Discorsi, Messaggi, Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, V, p.
618).
"Ecce
adsum!", ¡Heme aquí! El pensamiento sereno de la muerte había
acompañado durante toda su vida al Papa Juan, el cual, en la hora del adiós,
proyectaba su mirada al futuro y a las expectativas del pueblo de Dios y del
mundo. Con tono emocionado, afirmaba que el secreto de su sacerdocio radicaba
en el Crucifijo, siempre conservado celosamente frente a su lecho. "En las
largas y frecuentes conversaciones nocturnas —afirmaba— el pensamiento de la
redención del mundo me ha parecido más urgente que nunca". "Esos
brazos abiertos —añadía— dicen que ha muerto por todos, por todos; nadie queda
excluido de su amor, de su perdón" (ib.).
No
es difícil captar en estas breves palabras el sentido de su ministerio
sacerdotal, totalmente dedicado a hacer que se conociera y amara "lo que
más vale en la vida: Jesucristo bendito, su santa Iglesia, su
Evangelio" (ib., 612). Hasta el final latió en él este anhelo.
"Mi jornada terrena —concluía el beato Juan XXIII— se acaba; pero Cristo
vive y la Iglesia continúa su misión; las almas, las almas: ut
unum sint, ut unum sint..." (ib., 619),
Menos
de dos meses antes, el 11 de abril, Juan XXIII había publicado el
documento más célebre de su magisterio: la encíclica Pacem in terris, que he recordado varias
veces durante este año. Toda la vida de este inolvidable Pontífice fue un
testimonio de paz. Su pontificado fue una altísima profecía de paz, que encontró
en la Pacem in terris su plena
manifestación, casi un testamento público y universal.
"Es
sobremanera necesario —escribió— que en la sociedad contemporánea todos los
cristianos sin excepción sean como centellas de luz, viveros de amor y levadura
para toda la masa. Efecto que será tanto mayor cuanto más estrecha sea la unión
de cada alma con Dios. Porque la paz no puede darse en la sociedad humana si
primero no se da en el interior de cada hombre" (Parte V: AAS 55
[1963] 302).
Para
ser centellas de luz es preciso vivir en contacto permanente con Dios. Este
venerado predecesor mío, que dejó su impronta en la historia, recuerda también
a los hombres del tercer milenio que el secreto de la paz y de la alegría está
en la profunda y constante comunión con Dios. El Corazón del Redentor es el
manantial del amor y de la paz, de la esperanza y de la alegría.
Nuestro
recuerdo del amado Papa Juan se transforma así en oración: Que interceda
desde el cielo para que también nosotros, como él, podamos confesar al final de
nuestra existencia que únicamente hemos buscado a Cristo y su Evangelio.
María —a la que solía invocar con la hermosa jaculatoria Mater mea, fiducia mea!— nos ayude a perseverar con la palabra y con el ejemplo en el compromiso de testimoniar la paz para contribuir a la edificación de la civilización del amor.
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