(Fuente:
Stanislao Dziwisz: Una vida con Karol – conversación con Gian Franco
Svidercoschi, La Esfera delos libros,
2008, pag.222/226)
…Pero los problemas eran todavía mas numerosos en le frente de la Iglesai ortodoxa. Caído el comunismo, disgregado el imperio soviético, la consiguiente explosión de nacionalismos involucró, por desgracia, también a la Iglesias, sobre todo a las ortodoxas, que durante tantos años habían vivido sin libertad y al margen del proceso ecuménico. (Gian FrancoSvidercoschi)
El
Santo Padre intuyó en el acto que de aquella situación podían derivarse
complicaciones en las relaciones con Roma. La Iglesia católica, por su unidad,
tenía fuerza, mucha fuerza, mientras que las Iglesias ortodoxas, diversificadas
y divididas entre ellas, no. El Papa intento iniciar un diálogo respetuoso,
lleno de delicadeza y de comprensión, totalmente ajeno a cualquier idea de
proselitismo. Pero no siempre fue comprendido. No siembre se comprendieron sus
verdaderas intenciones. (Cardenal Dziwisz)
Esto ocurrió,
sobre todo, con el patriarcado ortodoxo de Moscú. Estaba la cuestión de los
uniatos, es decir, de los católicos orientales que reclamaban que se les
devolviesen las iglesias y los bienes confiscados por el régimen comunista en
la época de la represión para dárselos a los ortodoxos. Y luego, cuando la
Santa Sede reorganizó la jerarquía eclesiástica en Rusia creando al final
auténticas diócesis. Moscú reacciono de forma durísima y suspendió las
relaciones durante algún tiempo.
El
Santo Padre decía que las Iglesias de Rusia, recién salidas de una tremnda opresión, tenían pleno derecho a
contar con una organización definitiva. No podían dejarse sin pastores.
Y
además, el patriarcado de Moscú había sido advertido con tiempo. El nuncio
había comunicado las intenciones de la Santa Sede de proceder a la creación de
cuatro diócesis que, precisamente para no herir sensibilidades, iban a tomar su
nombre del de las catedrales, en vez de adoptar las territoriales, ya usados
por la Iglesia ortodoxa.
Quizás
no le habían dado mayor importancia al asunto y habían aceptado sin más.
Ninguna objeción. Sólo en un segundo momento, cuando vieron todo el “plan” realizado,
o cuando surgieron oposiciones internas,
sólo entonces replicaron de aquella forma. Pero nadie, repito, nadie, se
esperaba una reacción semejante!
Así, las
oportunidades para que tuviera lugar un encuentro entre el Papa y el patriarca Alejo
II fueron perdiéndose una tras otra. La
primera fue durante el viaje pontificio a Hungria, en septiembre de 1996. Había
sido el propio Gobierno húngaro, a través de su embajador en la Santa Sede, el
que había propuesto el encuentro en la localidad de Pannonhalma. Pero el Santo Sínodo
del patriarcado ortodoxo se opuso.
La segunda vez
fue en 1997: la preparación tuvo casi el crisma oficial. Se ocuparon de elli,
por la parte católica el arzobispo Pierre Dprey, secretario del Consejo para la
Promoción de la Unidad de los Cristianos, y por la parte ortodoxa, el
metropolita Kirill, presidente del Departamento para las Relaciones Exteriores.
Fue elegido un lugar a medio camino entre Roma y Moscú, el convento
cisterciense de Heiligenkreutz (Santa Cruz) a unos treinta kilómetros de Viena,
aprovechando también el hecho de que Alejo II iba a ir a Austria, a Graz, para asisitir
a la II Asamblea Ecuménica Europea. Por lo tanto, todo estaba listo para el 21
de junio, pero, en el último momento, Kirill dijo que no era posible. Una vez
más, se había opuesto el Sínodo.
La tercera vez
fue en el año 2003. El Papa iba a viajar a Mongolia; el avión tenia que hacer
una escala técnica en Kazan, en territorio ruso, para entregar el icono de la
Madre de Dios…
El
Santo Padre deseaba ardientemente realizar la peregrinacion a Rusia, como señal
de su deseo de contribuir a la unidad de los cristianos. Y para favorecer un definitivo
acercamiento a la Iglesia ortodoxa, que siempre le había sido muy querida. Por
esto, era importante que pudiera reunirse con Alejo II. Pero también esta vez,
el encuentro fue anulado.
El escenario ecuménico,
mientras tanto, se había vuelto totalmente oscuro. Elmundo ortodoxo, al verse obligado
a defender a Moscú, se había unido contra Roma, contra su presunto “proselitismo”.
El
Papa, sin embargo, no quiso resignarse. Para empezar, lanzó una clamorosa iniciativa
con la enciclica Ut unum sint. Se
declaro dispuesto, a través del dialogo con otros cristianos, a definir una nueva
forma de ejercicio del primado del obispo de Roma, para que pudiese convertirse
en un factor de unidad, en vez de continuar siendo un elemento de división. Y por esto, la Congregación para la Doctrina de
la Fe preparó un estudio sobre el primado en los primeros diez siglos, cuando
el mundo cristiano todavía estaba unido.
Para intentar restablecer
una amistad fraternal con las distintas Iglesias ortodoxas, Juan Pablo II emprendió
una serie de viajes a países conflictivos: Rumania, donde aun estaba abierta la
cuestión de los uniatos; Grecia, donde los obispos ortodoxos ni siquiera le habían
invitado; Ucrania, cercana a Moscù. Ayudado por sus mea culpa, y sostenido por
la convicción, como repetía con frecuencia, de que se tenía que impulsar “primero
la unión afectiva y luego la efectiva”, el Papa consiguió que cambiasen de manera
radical situaciones y actitudes
anteriormente hostiles.
Recuerdo
ahora con emoción aquel grito, “Unitade,unitade”, que explotó de entre el
pueblo durante la visita del Santo Padre a Bucarest, en Rumania. Gritaban
todos, ortodoxos, católicos, protestantes evangélicos, invocando el regreso a
la antigua unidad cristiana.
También
me gustaría volver a mencionar, dado lo extraordinario de su carácter, el viaje
a Grecia. Durante la estancia del santo Padre en Atenas pudimos comprobar como
estas dos Iglesias, antes tan alejadas
la una de la otra, se estaban acerando por momentos. La Iglesia ortodoxa griega
no volvió a ser la misma desde la visita del Papa.
Y entonces? Cuando
se reunificarán todos los cristianos? Es una pregunta que también se plantaba el papa
Wojtyla en la conclusión del Ut unum sint: “Quanta est nobis via?” (¿Cuánto camino
nos queda aún por recorrer?) Quizá, una primer respuesta estaba en aquellas
seis manos que empujaban juntas la antigua puerta bizantina de San Pablo. Manos
de cristianos todavía desunidos, pero seguramente con el deseo de volver a
estar juntos.
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