La Iglesia vive
una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia—el
atributo más estupendo del Creador y del Redentor—y cuando acerca a los hombres
a las fuentes de la misericordia del Salvador, de las que es depositaria y
dispensadora. En este ámbito tiene un gran significado la meditación constante
de la palabra de Dios, y sobre todo la participación consciente y madura en
la Eucaristía y en el sacramento de la penitencia o reconciliación. La
Eucaristía nos acerca siempre a aquel amor que es más fuerte
que la muerte: en efecto, « cada vez que comemos de este pan o bebemos de este
cáliz », no sólo anunciamos la muerte del Redentor, sino que además proclamamos
su resurrección, mientras esperamos su venida en la gloria.114 El mismo rito eucarístico,
celebrado en memoria de quien en su misión mesiánica nos ha revelado al Padre,
por medio de la palabra y de la cruz, atestigua el amor
inagotable, en virtud del cual desea siempre El unirse e identificarse
con nosotros, saliendo al encuentro de todos los corazones humanos.
Es el sacramento de la penitencia o reconciliación el que
allana el camino a cada uno, incluso cuando se siente bajo el peso de grandes
culpas. En este sacramento cada hombre puede experimentar de manera singular la
misericordia, es decir, el amor que es más fuerte que el pecado. Se ha hablado
ya de ello en la encíclica Redemptor Hominis; convendrá sin
embargo volver una vez más sobre este tema fundamental.
Precisamente porque existe el pecado en el mundo, al que «
Dios amó tanto.. que lo dio su Hijo unigénito »,115 Dios que « es amor » 116 no puede revelarse de otro
modo si no es como misericordia. Esta corresponde no sólo con la
verdad más profunda de ese amor que es Dios, sino también con la verdad
interior del hombre y del mundo que es su patria temporal.
(De la Enciclica Dives in Misericordia de Juan Pablo II)
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