La pureza, de la que
habla Pablo en la primera Carta a los Tesalonicenses (4, 3-5. 7-8), se
manifiesta en el hecho de que el hombre “sepa mantener el propio cuerpo en
santidad y respeto, no con afecto libidinoso”. En esta formulación cada palabra
tiene un significado particular y, por lo tanto, merece un comentario adecuado.
En primer lugar, la pureza es una “capacidad”, o
sea, en el lenguaje tradicional de la antropología y de la ética: una actitud.
Y en este sentido, es virtud. Si esta capacidad, es decir, virtud, lleva a
abstenerse “de la impureza», esto sucede porque el hombre que la posee sabe
“mantener el propio cuerpo en santidad y respeto, no con afecto libidinoso”. Se
trata aquí de una capacidad práctica, que hace al hombre apto para
actuar de un modo determinado y, al mismo tiempo, para no
actuar del modo contrario. La pureza, para ser esta capacidad o
actitud, obviamente debe estar arraigada en la voluntad, en el fundamento mismo
del querer y del actuar consciente del hombre. Tomás de Aquino, en su doctrina
sobre las virtudes, ve de modo aún más directo el objeto de la pureza en la
facultad del deseo sensible, al que él llama appetitus concupiscibilis.
Precisamente esta facultad debe ser particularmente “dominada”, ordenada y
hecha capaz de actuar de modo conforme a la virtud, a fin de que la “pureza”
pueda atribuírsele al hombre. Según esta concepción, la pureza consiste, ante
todo, en contener los impulsos del deseo sensible, que tiene como objeto lo que
en el hombre es corporal y sexual. La pureza es una variante de la virtud de la
templanza.
(de la Audiencia Generalde Juan Pablo II del 28 de enero de 1981)
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