La
invocación «líbranos del mal» o del «maligno», contenida en el Padre nuestro,
enmarca nuestra oración para que nos alejemos del pecado y seamos liberados de
toda connivencia con el mal. Nos recuerda la lucha diaria, pero, sobre todo,
nos recuerda el secreto para vencerla: la fuerza de Dios, que se ha manifestado
y se nos ofrece en Jesús (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n.
2853).
(…)
El mal
moral es causa de sufrimiento, que viene presentado, sobre todo en el Antiguo
Testamento, como castigo debido a comportamientos en contraste con la ley de
Dios. Por otra parte, la sagrada Escritura pone de manifiesto que, después del
pecado, se puede implorar la misericordia de Dios, es decir, el perdón de la
culpa y el fin de las penas que derivan de ella. La vuelta sincera a Dios y la
liberación del mal son dos aspectos de un único camino.
(…)
En la oración del Padre nuestro se hace referencia explícita al mal; el término ponerós (cf. Mt 6, 13), que en sí mismo es un adjetivo, aquí puede indicar una personificación del mal. Éste es causado en el mundo por el ser espiritual al que la revelación bíblica llama diablo o Satanás, que se opone libremente a Dios (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 2851 s). La «malignidad» humana, constituida por el poder demoníaco o suscitada por su influencia, se presenta también en nuestros días de forma atrayente, seduciendo las mentes y los corazones, para hacer perder el sentido mismo del mal y del pecado. Se trata del «misterio de iniquidad», del que habla san Pablo (cf. 2 Ts 2, 7). Desde luego, está relacionado con la libertad del hombre, «mas dentro de su mismo peso humano obran factores por razón de los cuales el pecado se sitúa más allá de lo humano, en aquella zona límite donde la conciencia, la voluntad y la sensibilidad del hombre están en contacto con las oscuras fuerzas que, según san Pablo, obran en el mundo hasta enseñorearse de él» (Reconciliatio et paenitentia, 14).
(…)
Por desgracia, los seres
humanos pueden llegar a ser protagonistas de maldad, es decir, «generación
malvada y adúltera» (Mt 12, 39).
Creemos que Jesús ha
vencido definitivamente a Satanás, y que, de este modo, ha logrado que ya no le
temamos. A cada generación la Iglesia vuelve a presentarle, como el apóstol
Pedro en su conversación con Cornelio, la imagen liberadora de Jesús de
Nazaret, que «pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el
diablo, porque Dios estaba con él» (Hch 10, 38).
Aunque en Jesús tuvo
lugar la derrota del maligno, cada uno de nosotros debe aceptar libremente esta
victoria, hasta que el mal sea eliminado completamente. Por tanto, la lucha
contra el mal requiere esfuerzo y vigilancia continua. La liberación definitiva
se vislumbra sólo desde una perspectiva escatológica (cf. Ap 21,
4).
Más allá de nuestras
fatigas y de nuestros mismos fracasos, perduran estas consoladoras palabras de
Cristo: «En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al
mundo» (Jn 16, 33).
(de la Audiencia General de Juan Pablo II 18 de agosto de 1999)
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