«Toda la
vida cristiana es como una gran peregrinación hacia la casa del Padre, del cual
se descubre cada día su amor incondicional por toda criatura humana, y en
particular por el "hijo pródigo" (cf. Lc 15, 11-32). Esta peregrinación afecta a lo íntimo de la
persona, prolongándose después a la comunidad creyente para alcanzar a la
humanidad entera» (n. 49).
(…)
La vida cristiana es
participación en el misterio pascual, como camino de cruz y resurrección.
Camino de cruz, porque nuestra existencia pasa continuamente por la criba
purificadora que lleva a superar el viejo mundo marcado por el pecado. Camino
de resurrección, porque el Padre, al resucitar a Cristo, ha derrotado el
pecado, por lo cual, en el creyente, el «juicio de la cruz» se convierte en
«justicia de Dios», es decir, en triunfo de su verdad y de su amor sobre la
perversidad del mundo.
La vida cristiana es, en definitiva, un
crecimiento en el misterio de la Pascua eterna. Por tanto, exige tener la
mirada fija en la meta, en las realidades últimas, y, al mismo tiempo,
comprometerse en las realidades «penúltimas»: entre éstas y la meta
escatológica no hay oposición, sino, al contrario, una relación de mutua
fecundación. Aunque es preciso afirmar siempre el primado de lo eterno, eso no
impide que vivamos rectamente, a la luz de Dios, las realidades históricas
(cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1048
ss).
(de la Audiencia General
de Juan Pablo II 11 de agosto de 1999)
No hay comentarios:
Publicar un comentario