El
concilio Vaticano II afirma que el culto a la santísima Virgen «tal como ha
existido siempre en la Iglesia, aunque del todo singular, es esencialmente
diferente del culto de adoración, que se da al Verbo encarnado, lo mismo que al
Padre y al Espíritu Santo, pero lo favorece muy poderosamente» (Lumen gentium, 66).
Con
estas palabras la constitución Lumen gentium reafirma las
características del culto mariano. La veneración de los fieles a María, aun
siendo superior al culto dirigido a los demás santos, es inferior al culto de
adoración que se da a Dios, y es esencialmente diferente de éste. Con el
término «adoración» se indica la forma de culto que el hombre rinde a Dios,
reconociéndolo Creador y Señor del universo. El cristiano, iluminado por la
revelación divina, adora al Padre «en espíritu y en verdad» (Jn 4,
23). Al igual que al Padre, adora a Cristo, Verbo encarnado, exclamando con el
apóstol Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28). Por último, en
el mismo acto de adoración incluye al Espíritu Santo, que «con el Padre y el
Hijo recibe una misma adoración y gloria» (DS, 150), como recuerda el
símbolo niceno-constantinopolitano.
(…).
Entre el culto mariano y el que se rinde a Dios existe, con todo, una continuidad, pues el honor tributado a María está ordenado y lleva a adorar a la santísima Trinidad.
El
Concilio recuerda que la veneración de los cristianos a la Virgen «favorece muy
poderosamente» el culto que se rinde al Verbo encarnado, al Padre y al Espíritu
Santo. Asimismo, añade, en una perspectiva cristológica, que «las diversas
formas de piedad mariana que la Iglesia ha aprobado dentro de los límites de la
doctrina sana y ortodoxa, según las circunstancias de tiempo y lugar, y según
el carácter y temperamento de los fieles, no sólo honran a la Madre. Hacen
también que el Hijo, Creador de todo (cf. Col 1, 15-16), en
quien "quiso el Padre eterno que residiera toda la plenitud" (Col 1,
19), sea debidamente conocido, amado, glorificado, y que se cumplan sus
mandamientos» (Lumen gentium, 66).
Ya
desde los inicios de la Iglesia, el culto mariano está destinado a favorecer la
adhesión fiel a Cristo. Venerar a la Madre de Dios significa afirmar la
divinidad de Cristo, pues los padres del concilio de Éfeso, al proclamar a
María Theotókos, «Madre de Dios», querían confirmar la fe en
Cristo, verdadero Dios.
(…)
El culto mariano, además, favorece, en quien lo practica según el espíritu de la Iglesia, la adoración al Padre y al Espíritu Santo. Efectivamente, al reconocer el valor de la maternidad de María, los creyentes descubren en ella una manifestación especial de la ternura de Dios Padre.
El
misterio de la Virgen Madre pone de relieve la acción del Espíritu Santo, que
realizó en su seno la concepción del niño y guió continuamente su vida.
Los
títulos: Consuelo, Abogada, Auxiliadora, atribuidos a María por la piedad del
pueblo cristiano, no oscurecen, sino que exaltan la acción del Espíritu
Consolador y preparan a los creyentes a recibir sus dones.
(…)
El culto mariano expresa la alabanza y el reconocimiento de la Iglesia por esos dones extraordinarios. A ella, convertida en Madre de la Iglesia y Madre de la humanidad, recurre el pueblo cristiano, animado por una confianza filial, a fin de pedir su maternal intercesión y obtener los bienes necesarios para la vida terrena con vistas a la bienaventuranza eterna.
(de la Audiencia General de Juan Pablo II 22 de octubre de1997)
No hay comentarios:
Publicar un comentario