Hemos celebrado ayer la solemnidad de Todos los Santos, que, después de haber abandonado este mundo, viven en la comunión sin fin con Dios. Su suerte dichosa es también el destino de los que todavía vivimos en la tierra y estamos llamados a seguir sus huellas en la fiel imitación de Cristo, nuestro Salvador.
Hoy, 2 de noviembre, conmemoramos a los fieles
difuntos, que terminada su peregrinación terrena, duermen el sueño de
la paz. Es una celebración muy sentida en las familias. Es la
fiesta humanísima de los afectos que sobrepasan la medida del tiempo y
se insertan en la dimensión del misterio del amor de Dios, que restituye
todo a vida nueva.
El hombre surge de la tierra y a la tierra torna (cf. Gn 3,
19): he aquí una realidad evidente que no hay que olvidar nunca. Pero
experimenta también el insuprimible deseo de vida inmortal. Por
esa razón los vínculos de amor que unen a padres e hijos, a los esposos, a
hermanos y hermanas, como también los vínculos de verdadera amistad entre las
personas, no se deshacen ni terminan con el inevitable acontecimiento de la
muerte. Nuestros difuntos siguen viviendo entre nosotros, no sólo porque sus
restos mortales descansan en el camposanto y su recuerdo forma parte de nuestra
existencia, sino sobre todo porque sus almas interceden por nosotros ante Dios.
(…)
La conmemoración de hoy nos invita a reavivar la fe
en la vida eterna. El hombre, creado a imagen y semejanza de Dios,
lleva inscrito en las profundidades de su ser el nombre mismo, primordial y
eterno, de Dios, que es comunión perfecta del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo. Precisamente por esto su "yo" profundo no
sucumbe a la muerte, sino que, superando los confines del tiempo, entra en la
eternidad.
Los cristianos, reunidos en torno al recuerdo de sus
queridos difuntos, proclaman hoy: Regem cui omnia vivunt, venite,
adoremus, "Venid, adoremos al Señor, por el cual todos viven". En
el amor de Cristo, que todo redime de las consecuencias del pecado y
de la muerte, resplandece la santidad de Dios y se manifiesta su
designio providencial de "formar familia" con el hombre. Dios
quiere que nadie se pierda (cf. Jn 6, 39), sino que cada uno,
transformado por su santidad, vivo para siempre en su presencia en compañía de
todos los hermanos y hermanas que forman su casa (cf. 2 Co 4,
14).
Podemos decir que la memoria de hoy es prolongación natural
de la solemnidad de ayer. Juntas, forman la gran fiesta de la comunión
de la Iglesia constituida por los fieles que aún peregrinan en esta vida y los
que ya han cruzado el umbral de la muerte.
(de la Audiencia
General de Juan Pablo II 2 denoviembre de 1994)
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