“La
liturgia del Adviento se funda principalmente en textos de los Profetas del
Antiguo Testamento. En ella habla casi todos los días el Profeta Isaías. En la
historia del Pueblo de Dios de la Antigua Alianza, él era un “intérprete”
particular de la promesa que este pueblo había recibido de Dios hacía tiempo en
la persona del fundador de su estirpe: Abraham. Como todos los demás profetas,
y quizá más que todos, Isaías reforzaba en sus contemporáneos la fe en las
promesas de Dios confirmadas por la Alianza al pie del Monte Sinaí. Inculcaba
sobre todo perseverancia en la expectación y fidelidad: “Pueblo de Sión, el
Señor vendrá a salvar a los pueblos y hará oír su voz majestuosa para dar gozo
a vuestro corazón” (cf. Is 30, 19. 30).
Cuando
Cristo estaba en el mundo aludió una y otra vez a las palabras de Isaías. Decía
claramente: “Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír” (Lc 4,
21).
2.
La liturgia del Adviento es de carácter histórico. La expectación de la venida
del Ungido (Mesías) fue un proceso histórico. De hecho impregnó toda la
historia de Israel, que fue elegido precisamente para preparar la venida del
Salvador.
Pero
en cierto modo nuestras consideraciones van más allá de la liturgia diaria del
Adviento. Volvamos pues a la pregunta fundamental: ¿Por qué viene Dios? ¿Por
qué quiere venir hasta el hombre, hasta la humanidad? Busquemos respuestas
adecuadas a estas preguntas; y busquémoslas en los orígenes mismos, es decir,
antes de que comenzara la historia del pueblo elegido. Este año enfocamos la
atención hacia los capítulos primeros del libro del Génesis. El Adviento
“histórico” no sería inteligible sin la lectura cuidadosa y el análisis de esos
capítulos.
Por tanto, buscando una respuesta a la pregunta ¿”por qué” el Adviento?, debemos volver a leer otra vez atentamente toda la descripción de la creación del mundo y, en particular, de la creación del hombre. Es significativo (y ya he tenido ocasión de aludir a ello) cómo cada uno de los días de la creación terminan constatando “vio Dios ser bueno”. Y después de la creación del hombre: “...vio ser muy bueno”. Como ya dije la semana pasada, esta constatación se enlaza con la bendición de la creación y, sobre todo, con la bendición explícita del hombre.
En
toda esta descripción está ante nosotros un Dios que se complace en la verdad y
en el bien, según la expresión de San Pablo (cf. 1 Cor 13, 6).
Allí donde está la alegría que brota del bien, allí está el amor. Y sólo donde
hay amor, existe la alegría que procede del bien. El libro del Génesis, desde
los primeros capítulos, nos revela a Dios que es amor (si bien esta expresión
la utilizará San Juan mucho más tarde). Es amor porque goza con el bien. Por
consiguiente, la creación es a la vez donación auténtica: donde hay amor, hay
don.
El
libro del Génesis señala el comienzo de la existencia del mundo y del hombre.
Al interpretarla, debemos ciertamente construir, como lo ha hecho Santo Tomás
de Aquino, una consiguiente filosofía del ser, filosofía en la que quedará
expresado el orden mismo de la existencia. Sin embargo, el libro del Génesis
habla de la creación como don. Al crear el mundo visible, Dios es el donante, y
el hombre es el que recibe el don. Es aquel para quien Dios crea el mundo
visible, aquel a quien Dios introduce desde los comienzos no sólo en el orden
de la existencia, sino también en el orden de la donación. El hecho de que el
hombre es “imagen y semejanza” de Dios significa, entre otras cosas, que es
capaz de recibir el don, que es sensible a este don y que es capaz de
corresponder a él. Por esto precisamente establece Dios desde el principio con
el hombre —y sólo con él— la alianza. El libro del Génesis nos revela no sólo
el orden natural de la existencia, sino también, a
la vez y desde el principio, el orden sobrenatural de la
gracia. De la gracia podemos hablar sólo si admitimos la realidad del don.
Recordemos el catecismo: la gracia es el don sobrenatural de Dios por el que
llegamos a ser hijos de Dios y herederos del cielo.”
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