El
sacramento de la Penitencia ofrece al pecador la « posibilidad de convertirse y
de recuperar la gracia de la justificación »,(15) obtenida por el sacrificio de
Cristo. Así, es introducido nuevamente en la vida de Dios y en la plena
participación en la vida de la Iglesia.
Al confesar sus propios pecados, el creyente recibe verdaderamente el perdón y puede acercarse de nuevo a la Eucaristía, como signo de la comunión recuperada con el Padre y con su Iglesia. Sin embargo, desde la antigüedad la Iglesia ha estado siempre profundamente convencida de que el perdón, concedido de forma gratuita por Dios, implica como consecuencia un cambio real de vida, una progresiva eliminación del mal interior, una renovación de la propia existencia. El acto sacramental debía estar unido a un acto existencial, con una purificación real de la culpa, que precisamente se llama penitencia. El perdón no significa que este proceso existencial sea superfluo, sino que, más bien, cobra un sentido, es aceptado y acogido.
En efecto, la reconciliación con Dios no excluye la permanencia de algunas consecuencias del pecado, de las cuales es necesario purificarse. Es precisamente en este ámbito donde adquiere relieve la indulgencia, con la que se expresa el « don total de la misericordia de Dios ».(16) Con la indulgencia se condona al pecador arrepentido la pena temporal por los pecados ya perdonados en cuanto a la culpa.
Juan Pablo II « Incarnationis mysterium » Bula de Convocacion del Gran Jubileo del año 2000
No hay comentarios:
Publicar un comentario