"...cuando no
vivimos como hijos de Dios, a menudo tenemos comportamientos destructivos hacia
el prójimo y las demás criaturas —y también hacia nosotros mismos—, al
considerar, más o menos conscientemente, que podemos usarlos como nos plazca. Entonces,
domina la intemperancia y eso lleva a un estilo de vida que viola los límites
que nuestra condición humana y la naturaleza nos piden respetar, y se siguen
los deseos incontrolados que en el libro de la Sabiduría se atribuyen a los
impíos, o sea a quienes no tienen a Dios como punto de referencia de sus
acciones, ni una esperanza para el futuro (cf. 2,1-11). Si no anhelamos
continuamente la Pascua, si no vivimos en el horizonte de la Resurrección, está
claro que la lógica del todo y ya, del tener cada vez más acaba
por imponerse.
Como
sabemos, la causa de todo mal es el pecado, que desde su aparición entre los
hombres interrumpió la comunión con Dios, con los demás y con la creación, a la
cual estamos vinculados ante todo mediante nuestro cuerpo. El hecho de que se
haya roto la comunión con Dios, también ha dañado la relación armoniosa de los
seres humanos con el ambiente en el que están llamados a vivir, de manera que
el jardín se ha transformado en un desierto (cf. Gn 3,17-18).
Se trata del pecado que lleva al hombre a considerarse el dios de la creación,
a sentirse su dueño absoluto y a no usarla para el fin deseado por el Creador,
sino para su propio interés, en detrimento de las criaturas y de los demás.
Cuando
se abandona la ley de Dios, la ley del amor, acaba triunfando la ley del más
fuerte sobre el más débil. El pecado que anida en el corazón del hombre
(cf. Mc 7,20-23) —y se manifiesta como avidez, afán por un
bienestar desmedido, desinterés por el bien de los demás y a menudo también por
el propio— lleva a la explotación de la creación, de las personas y del medio
ambiente, según la codicia insaciable que considera todo deseo como un derecho
y que antes o después acabará por destruir incluso a quien vive bajo su
dominio."
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