(imagen de Wikipedia)
«Et resurrexit tertia
die secundum Scripturas», «Resucitó al tercer día según las Escrituras».
Cada domingo, en el Credo, renovamos nuestra profesión de fe en la resurrección
de Cristo, acontecimiento sorprendente que constituye la clave de bóveda del
cristianismo. En la Iglesia todo se comprende a partir de este gran misterio,
que ha cambiado el curso de la historia y se hace actual en cada celebración
eucarística.
Sin
embargo, existe un tiempo litúrgico en el que esta realidad central de la fe
cristiana se propone a los fieles de un modo más intenso en su riqueza
doctrinal e inagotable vitalidad, para que la redescubran cada vez más y la
vivan cada vez con mayor fidelidad: es el tiempo pascual. Cada año, en el
«santísimo Triduo de Cristo crucificado, muerto y resucitado», como lo llama
san Agustín, la Iglesia recorre, en un clima de oración y penitencia, las
etapas conclusivas de la vida terrena de Jesús: su condena a muerte, la subida
al Calvario llevando la cruz, su sacrificio por nuestra salvación y su
sepultura. Luego, al «tercer día», la Iglesia revive su resurrección: es la
Pascua, el paso de Jesús de la muerte a la vida, en el que se realizan en
plenitud las antiguas profecías. Toda la liturgia del tiempo pascual canta la
certeza y la alegría de la resurrección de Cristo.
Queridos
hermanos y hermanas, debemos renovar constantemente nuestra adhesión a Cristo
muerto y resucitado por nosotros: su Pascua es también nuestra Pascua, porque
en Cristo resucitado se nos da la certeza de nuestra resurrección. La noticia
de su resurrección de entre los muertos no envejece y Jesús está siempre vivo;
y también sigue vivo su Evangelio.
«La
fe de los cristianos —afirma san Agustín— es la resurrección de Cristo».
Los Hechos de los Apóstoles lo explican claramente: «Dios dio
a todos los hombres una prueba segura sobre Jesús al resucitarlo de entre los
muertos» (Hch 17, 31). En efecto, no era suficiente la muerte para
demostrar que Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios, el Mesías esperado.
¡Cuántos, en el decurso de la historia, han consagrado su vida a una causa
considerada justa y han muerto! Y han permanecido muertos.
La
muerte del Señor demuestra el inmenso amor con el que nos ha amado hasta
sacrificarse por nosotros; pero sólo su resurrección es «prueba segura», es
certeza de que lo que afirma es verdad, que vale también para nosotros, para
todos los tiempos. Al resucitarlo, el Padre lo glorificó. San Pablo escribe en
la carta a los Romanos: «Si confiesas con tu boca que Jesús es
Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás
salvo» (Rm 10, 9).
Es
importante reafirmar esta verdad fundamental de nuestra fe, cuya verdad
histórica está ampliamente documentada, aunque hoy, como en el pasado, no
faltan quienes de formas diversas la ponen en duda o incluso la niegan. El
debilitamiento de la fe en la resurrección de Jesús debilita, como
consecuencia, el testimonio de los creyentes. En efecto, si falla en la Iglesia
la fe en la Resurrección, todo se paraliza, todo se derrumba. Por el contrario,
la adhesión de corazón y de mente a Cristo muerto y resucitado cambia la vida e
ilumina la existencia de las personas y de los pueblos.
¿No
es la certeza de que Cristo resucitó la que ha infundido valentía, audacia
profética y perseverancia a los mártires de todas las épocas? ¿No es el
encuentro con Jesús vivo el que ha convertido y fascinado a tantos hombres y
mujeres, que desde los inicios del cristianismo siguen dejándolo todo para
seguirlo y poniendo su vida al servicio del Evangelio? «Si Cristo no resucitó,
—decía el apóstol san Pablo— es vana nuestra predicación y es vana también
nuestra fe» (1Co 15, 14). Pero ¡resucitó!
(Benedicto XVI de la
Audiencia General del 26 de marzo de 2008 - continuar leyendo)
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