“A nadie le es lícito pasar delante de esta lápida con
indiferencia"
(Homilía
del 7 de junio de 1979)
En lo que fuera uno de sus últimos Mensajes, el 15 de enero de 2005, con ocasión del 60 aniversario de la liberación de los prisioneros de Auschwitz recordaba Juan Pablo II:
Se
cumplen sesenta años de la liberación de los prisioneros del campo de
exterminio de Auschwitz-Birkenau. En esta circunstancia, no es posible sino
volver con la memoria al drama que tuvo lugar allí, fruto trágico de un odio
programado. Durante estos días es preciso recordar a los varios millones de
personas que sin ninguna culpa soportaron sufrimientos inhumanos y fueron
aniquiladas en las cámaras de gas y en los crematorios. Me inclino ante todos
los que experimentaron aquella manifestación del mysterium iniquitatis.
Hoy repito esas palabras. Ante la
tragedia de la Shoah a nadie le es lícito pasar de largo. Aquel intento
de destruir de modo programado a todo un pueblo se extiende como una sombra
sobre Europa y sobre el mundo entero; es un crimen que mancha para siempre la
historia de la humanidad…Ante la tragedia de la Shoah a nadie le es lícito
pasar de largo.. Que esto sirva, al menos hoy y en el futuro, como una
advertencia: no se debe ceder ante las ideologías que justifican la posibilidad
de pisotear la dignidad humana a causa de la diversidad de raza, de color de la
piel, de lengua o de religión. Dirijo este llamamiento a todos y,
particularmente, a los que en nombre de la religión recurren al atropello y al
terrorismo.
[…]
Recuerdo que en 1979
reflexioné intensamente también delante de otras dos lápidas, escritas en ruso
y en la lengua gitana. La historia de la participación de la Unión Soviética en
aquella guerra fue compleja, pero no se puede por menos de recordar que durante
la misma ningún pueblo sufrió tantas pérdidas humanas como el ruso. También los
gitanos, en la intención de Hitler, estaban destinados al exterminio total. No
se puede subestimar el sacrificio de la vida impuesto a estos hermanos nuestros
en el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. Por eso, exhorto de nuevo a no
pasar con indiferencia ante esas lápidas.
Por último, me detuve ante la lápida escrita en lengua polaca. Dije entonces que la experiencia de Auschwitz constituía una «etapa más de las luchas seculares de esta nación, de mi nación, en defensa de sus derechos fundamentales entre los pueblos de Europa. Un nuevo fuerte grito por el derecho a un puesto propio en el mapa de Europa. Una dolorosa cuenta con la conciencia de la humanidad» (ib.). La afirmación de esta verdad era sólo una invocación de la justicia histórica para esta nación, que había afrontado tantos sacrificios en la liberación del continente europeo de la nefasta ideología nazi, y que había sido vendida como esclava a otra ideología destructiva: el comunismo soviético.
[…]
Hablando
de las víctimas de Auschwitz, no puedo por menos de recordar que, en medio de
ese indescriptible cúmulo de mal, hubo también expresiones heroicas de adhesión
al bien. Ciertamente, numerosas personas aceptaron con libertad de espíritu
someterse al sufrimiento y demostraron amor no sólo a sus compañeros
prisioneros, sino también a sus verdugos. Muchos lo hicieron por amor a Dios y
al hombre; otros, en nombre de los valores espirituales más elevados. Gracias a
su actitud se ha hecho patente una verdad que a menudo aparece en la
Biblia: aunque el hombre es capaz de hacer el mal, a veces un mal enorme,
el mal no tendrá la última palabra. Incluso en el abismo del sufrimiento puede
triunfar el amor. El testimonio de este amor, dado en Auschwitz, no puede caer
en el olvido. Debe despertar incesantemente las conciencias, extinguir los
conflictos y exhortar a la paz.
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