La
visita del Papa a Polonia en junio de 1979 era esperada con una creciente
mezcla de ansiedad y cierto recelo. Ningún polaco, católico o comunista, podía ocultar
el orgullo ante el hecho que uno de sus compatriotas alcanzara el trono de San
Pedro. Después de décadas de
humillaciones nacionales, este sentido de orgullo derribaba cualquier creencia,
a tal punto que impedía al ideólogo más
empedernido dejar de aceptar al huésped más subversivo en la historia del
partido. Pero al mismo tiempo las autoridades del
partido debían preocuparse que la ocasión no se prestase a que elementos
hostiles provocasen desordenes y por lo tanto llevaran al régimen a una
respuesta violenta.
De
hecho, la visita del Papa se convirtió en una de las manifestaciones más
exultantes jamás vivida. Millones de
polacos independientemente de edad o convicción, se lanzaron con un fervor
libre de ataduras a las calles de Varsovia y Cracovia para darle la bienvenida
a un verdadero líder espiritual. A aquellos que nunca han vivido cautivos bajo regímenes
totalitarios les cuesta comprender como puede
darse una explosión de tanta emoción.
Pero para una nación que jamás había visto un programa televisivo sin
previa censura, que nunca se les había permitido participar en demostraciones públicas
y espontáneas de sus sentimientos, que había visto manipular y dominar sus opiniones
genuinas, el momento de realización deslumbrante había llegado. El Papa por su
parte fue la discreción encarnada. No pronunció palabra alguna de crítica encubierta o reproche. Solo hablo de
amor, perdón, fe y hermandad. Pero su
sola presencia fue electrizante. En un
segundo les enseño a sus compatriotas la diferencia entre la autoridad
genuina, que podían sentir en sus
corazones, y los falsos reclamos del partido gobernante que les había sido impuesto. Estas cosas
ocurren. Primero debido a la duración de
la visita, más de treinta millones de hombres, mujeres y niños se maravillaban ante
las misas papales y el progreso deslumbraba sus hogares. Por otra parte, la Iglesia se ocupo de organizar
auxiliares que mantuvieran a la muchedumbre bajo control, opacando así al mismísimo control policial y
militar, cuyo rol de mantenimiento de de la ley y el orden resulto
superfluo. Además, Edward Gierek y sus
camaradas de repente eran vistos como
una pandilla de inútiles. En un
repentino influjo de realidad se derrumbo su talla. Dejaban de ser el Politburó (máximo órgano ejecutivo
del partido) todopoderoso polacopra ser
vistos como meros títeres pretensiosos de un poder extranjero; sin embargo
trataban de mantener el mejor rostro posible. Todo el mundo era consciente de
esto.
Después
que el Papa partió, el régimen trato por todos los medios de restaurar el status quo ante. La enorme cruz, que había sido erigida y permaneció
durante una semana en la Plaza de la Victoria de Varsovia, fue desmantelada.
Los pabellones, que albergaban las masas papales fueron quitados. Los programas televisivos volvieron a ignorar
la religión. Los presentadores pretendían que todo había vuelto
a la normalidad, o sea a lo anormal. En realidad, el clima del país había cambiado
radicalmente. Ya nada volvería a ser como había sido.
Norman Davies: God´s playground, a History of Poland,
Columbia University Press.
No hay comentarios:
Publicar un comentario