(The burghers of Calais - Auguste Rodin - Victoria Tower Gardens, Londres)
Hablar de pecado
social quiere decir, ante
todo, reconocer que, en virtud de una solidaridad humana tan misteriosa e
imperceptible como real y concreta, el pecado de cada uno repercute en cierta
manera en los demás. Es ésta la otra cara de aquella solidaridad que, a nivel
religioso, se desarrolla en el misterio profundo y magnífico de la comunión de los santos, merced
a la cual se ha podido decir que «toda alma que se eleva, eleva al mundo»[72].
A esta ley de la elevación corresponde, por desgracia, la ley
del descenso, de suerte que se puede hablar de una comunión del pecado, por el que
un alma que se abaja por el pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto
modo, al mundo entero. En otras palabras, no existe pecado alguno, aun el más
íntimo y secreto, el más estrictamente individual, que afecte exclusivamente a
aquel que lo comete. Todo pecado repercute, con mayor o menor intensidad, con
mayor o menor daño en todo el conjunto eclesial y en toda la familia humana.
Según esta primera acepción, se puede atribuir indiscutiblemente a cada pecado
el carácter de pecado social.
“
Algunos pecados, sin
embargo, constituyen, por su mismo objeto, una agresión directa contra el
prójimo y —más exactamente según el lenguaje evangélico— contra el hermano. Son
una ofensa a Dios, porque ofenden al prójimo. A estos pecados se suele dar el
nombre de sociales, y ésta
es la segunda acepción de la palabra. En este sentido es social el pecado contra el amor del prójimo,
que viene a ser mucho más grave en la ley de Cristo porque está en juego el
segundo mandamiento que es «semejante al primero»[73].
Es igualmente social todo pecado cometido contra la
justicia en las relaciones tanto interpersonales como en las de la persona con
la sociedad, y aun de la comunidad con la persona. Es social todo pecado cometido contra los
derechos de la persona humana, comenzando por el derecho a la vida, sin excluir
la del que está por nacer, o contra la integridad física de alguno; todo pecado
contra la libertad ajena, especialmente contra la suprema libertad de creer en
Dios y de adorarlo; todo pecado contra la dignidad y el honor del prójimo. Es social todo pecado contra el bien común y sus
exigencias, dentro del amplio panorama de los derechos y deberes de los
ciudadanos. Puede ser social el pecado de obra u omisión por parte
de dirigentes políticos, económicos y sindicales, que aun pudiéndolo, no se
empeñan con sabiduría en el mejoramiento o en la transformación de la sociedad
según las exigencias y las posibilidades del momento histórico; así como por
parte de trabajadores que no cumplen con sus deberes de presencia y
colaboración, para que las fábricas puedan seguir dando bienestar a ellos
mismos, a sus familias y a toda la sociedad.
La tercera acepción de pecado social se refiere a las relaciones entre las
distintas comunidades humanas. Estas relaciones no están siempre en sintonía
con el designio de Dios, que quiere en el mundo justicia, libertad y paz entre
los individuos, los grupos y los pueblos. Así la lucha de clases, cualquiera
que sea su responsable y, a veces, quien la erige en sistema, es un mal social. Así la
contraposición obstinada de los bloques de Naciones y de una Nación contra la
otra, de unos grupos contra otros dentro de la misma Nación, es también un mal social. En ambos casos,
puede uno preguntarse si se puede atribuir a alguien la responsabilidad moral
de estos males y, por lo tanto, el pecado. Ahora bien, se debe pues admitir que
realidades y situaciones, como las señaladas, en su modo de generalizarse y
hasta agigantarse como hechos sociales, se convierten casi siempre en anónimas,
así como son complejas y no siempre identificables sus causas. Por
consiguiente, si se habla de pecado
social, aquí la expresión tiene un significado evidentemente analógico.
En todo caso hablar de pecados sociales, aunque sea en
sentido analógico, no debe inducir a nadie a disminuir la responsabilidad de
los individuos, sino que quiere ser una llamada a las conciencias de todos para
que cada uno tome su responsabilidad, con el fin de cambiar seria y
valientemente esas nefastas realidades y situaciones intolerables.
Dado por sentado todo
esto en el modo más claro e inequívoco hay que añadir inmediatamente que no es
legítimo ni aceptable un significado de pecado
social, —por muy usual que sea hoy en algunos ambientes[74],—
que al oponer, no sin ambigüedad, pecado
social y pecado personal, lleva más o
menos inconscientemente a difuminar y casi a borrar lo personal, para admitir
únicamente culpas y responsabilidades sociales.
Según este significado, que revela fácilmente su derivación de ideologías y
sistemas no cristianos —tal vez abandonados hoy por aquellos mismos que han
sido sus paladines—, prácticamente todo pecado sería social, en el sentido de
ser imputable no tanto a la conciencia moral de una persona, cuanto a una vaga
entidad y colectividad anónima, que podría ser la situación, el sistema, la
sociedad, las estructuras, la institución.
Ahora bien la Iglesia,
cuando habla de situaciones de pecado o denuncia como pecados sociales determinadas situaciones o
comportamientos colectivos de grupos sociales más o menos amplios, o hasta de
enteras Naciones y bloques de Naciones, sabe y proclama que estos casos de pecado social son el fruto, la acumulación y la
concentración de muchos pecados
personales. Se trata de pecados muy personales de quien engendra, favorece
o explota la iniquidad; de quien, pudiendo hacer algo por evitar, eliminar, o,
al menos, limitar determinados males sociales, omite el hacerlo por pereza,
miedo y encubrimiento, por complicidad solapada o por indiferencia; de quien
busca refugio en la presunta imposibilidad de cambiar el mundo; y también de
quien pretende eludir la fatiga y el sacrificio, alegando supuestas razones de
orden superior. Por lo tanto, las verdaderas responsabilidades son de las
personas.
Una situación —como una
institución, una estructura, una sociedad— no es, de suyo, sujeto de actos
morales; por lo tanto, no puede ser buena o mala en sí misma.
En el fondo de toda situación de pecado hallamos siempre personas pecadoras.
Esto es tan cierto que, si tal situación puede cambiar en sus aspectos
estructurales e institucionales por la fuerza de la ley o —como por desgracia
sucede muy a menudo,— por la ley de la fuerza, en realidad el cambio se
demuestra incompleto, de poca duración y, en definitiva, vano e ineficaz, por
no decir contraproducente, si no se convierten las personas directa o
indirectamente responsables de tal situación.”
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