“ Pero he aquí, en el
misterio del pecado, una nueva dimensión sobre la que la mente del hombre jamás
ha dejado de meditar: la de su gravedad. Es una cuestión inevitable, a la que
la conciencia cristiana nunca ha renunciado a dar una respuesta: ¿por qué y en qué medida el pecado es grave en la ofensa que
hace a Dios y en su repercusión sobre el hombre? La Iglesia tiene su doctrina
al respecto, y la reafirma en sus elementos esenciales, aun sabiendo que no es
siempre fácil, en las situaciones concretas, deslindar netamente los confines.
Ya en el Antiguo
Testamento, para no pocos pecados —los cometidos con deliberación[75],
las diversas formas de impudicicia[76],
idolatría[77],
culto a los falsos dioses[78] — se declaraba que el reo debía ser
«eliminado de su pueblo», lo que podía también significar ser condenado a
muerte[79].
A estos pecados se contraponían otros, sobre todo los cometidos por ignorancia,
que eran perdonados mediante un sacrificio[80].
Refiriéndose también a
estos textos, la Iglesia, desde hace siglos, constantemente habla de pecado mortal y de pecado venial. Pero esta distinción y
estos términos se esclarecen sobre todo en el Nuevo Testamento, donde se
encuentran muchos textos que enumeran y reprueban con expresiones duras los
pecados particularmente merecedores de condena[81],
además de la ratificación del Decálogo hecha por el mismo Jesús[82].
Quiero referirme aqui de modo especial a dos páginas significativas e
impresionantes.
San Juan, en un texto de
su primera Carta, habla de
un pecado que conduce a la
muerte (pròs thánaton)
en contraposición a un pecado que
no conduce a la muerte (mè
pròs thánaton)[83].(83)
Obviamente, aquí el concepto de muerte es espiritual: se trata de la pérdida
de la verdadera vida o «vida eterna», que para Juan es el conocimiento del
Padre y del Hijo[84],
la comunión y la intimidad entre ellos. El pecado que conduce a la muerte parece ser en este texto la negación
del Hijo[85],
o el culto a las falsas divinidades[86].
De cualquier modo con esta distinción de conceptos, Juan parece querer acentuar
la incalculable gravedad de lo que es la esencia del pecado, el rechazo de
Dios, que se realiza sobre todo en la apostasía y en la idolatría, o sea en repudiar la
fe en la verdad revelada y en equiparar con Dios ciertas realidades creadas,
elevándolas al nivel de ídolos o falsos dioses[87].
Pero el Apóstol en esa página intenta también poner en claro la certeza que
recibe el cristiano por el hecho de ser «nacido de Dios» y por la venida del
Hijo: existe en él una fuerza que lo preserva de la caída del pecado; Dios lo
custodia, «el Maligno no lo toca». Porque si peca por debilidad o ignorancia,
existe en él la esperanza de la remisión, gracias también a la ayuda que le
proviene de la oración común de los hermanos.
En otro texto del Nuevo
Testamento, en el Evangelio de Mateo[88],
el mismo Jesús habla de una «blasfemia contra el Espíritu Santo», la cual es
«irremisible», ya que ella es, en sus manifestaciones, un rechazo obstinado de
conversión al amor del Padre de las misericordias.
Es claro que se trata de
expresiones extremas y radicales del rechazo de Dios y de su gracia y, por
consiguiente, de la oposición al principio mismo de la salvación[89],
por las que el hombre parece cerrarse voluntariamente la vía de la remisión. Es
de esperar que pocos quieran obstinarse hasta el final en esta actitud de
rebelión o, incluso, de desafío contra Dios, el cual, por otro lado, en su amor
misericordioso es más fuerte que nuestro corazón —como nos enseña también San
Juan[90] — y puede vencer todas nuestras
resistencias psicológicas y espirituales, de manera que —como escribe Santo
Tomás de Aquino— «no hay que desesperar de la salvación de nadie en esta vida,
considerada la omnipotencia y la misericordia de Dios»[91].
Pero ante el problema del
encuentro de una voluntad rebelde con Dios, infinitamente justo, no se puede
dejar de abrigar saludables sentimientos de «temor y temblor», como sugiere San
Pablo[92];
mientras la advertencia de Jesús sobre el pecado que no es «remisible» confirma
la existencia de culpas, que pueden ocasionar al pecador «la muerte eterna»
como pena.
A la luz de estos y otros
textos de la Sagrada Escritura, los doctores y los teólogos, los maestros de la
vida espiritual y los pastores han distinguido los pecados en mortales y veniales.
San Agustín, entre otros, habla de letalia o mortifera
crimina, oponiéndolos a venialia, levia o quotidiana[93] El significado que él atribuye a estos
calificativos influirá en el Magisterio posterior de la Iglesia. Después de él,
será Santo Tomás de Aquino el que formulará en los términos más claros posibles
la doctrina que se ha hecho constante en la Iglesia.
Al definir y distinguir
los pecados mortales y veniales,
no podría ser ajena a Santo Tomás y a la teología sobre el pecado, que se basa
en su enseñanza, la referencia bíblica y, por consiguiente, el concepto de
muerte espiritual. Según el Doctor Angélico, para vivir espiritualmente, el
hombre debe permanecer en comunión con el supremo principio de la vida, que es
Dios, en cuanto es el fin último de todo su ser y obrar. Ahora bien, el pecado
es un desorden perpetrado por el hombre contra ese principio vital. Y cuando
«por medio del pecado, el alma comete una acción desordenada que llega hasta la
separación del fin último —Dios— al que está unida por la caridad, entonces se
da el pecado mortal; por el contrario, cada vez que la acción desordenada
permanece en los límites de la separación de Dios, entonces el pecado es
venial»[94].
Por esta razón, el pecado venial no priva de la gracia santificante, de la
amistad con Dios, de la caridad, ni, por lo tanto, de la bienaventuranza
eterna, mientras que tal privación es precisamente consecuencia del pecado
mortal.
Considerando además el
pecado bajo el aspecto de la
pena que incluye, Santo Tomás
con otros doctores llama mortal al pecado que, si no ha sido
perdonado, conlleva una pena eterna; es venial el pecado que merece una simple pena
temporal (o sea parcial y expiable en la tierra o en el purgatorio).
Si se mira además a la materia del pecado, entonces
las ideas de muerte, de ruptura radical con Dios, sumo bien, de desviación del
camino que lleva a Dios o de interrupción del camino hacia Él (modos todos
ellos de definir el pecado mortal) se unen con la idea de gravedad del
contenido objetivo; por esto, el pecado grave se identifica prácticamente, en la
doctrina y en la acción pastoral de la Iglesia, con el pecado mortal.
Recogemos aquí el núcleo
de la enseñanza tradicional de la Iglesia, reafirmada con frecuencia y con
vigor durante el reciente Sínodo. En efecto, éste no sólo ha vuelto a afirmar
cuanto fue proclamado por el Concilio de Trento sobre la existencia y la
naturaleza de los pecados mortales y veniales[95],
sino que ha querido recordar que es pecado
mortal lo que tiene como
objeto una materia grave y que, además, es cometido con pleno conocimiento y
deliberado consentimiento. Es un deber añadir —como se ha hecho también en el
Sínodo— que algunos pecados, por razón de su materia, son intrínsecamente graves y mortales. Es decir, existen
actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias, son
siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto. Estos actos, si se realizan
con el suficiente conocimiento y libertad, son siempre culpa grave[96].
Esta doctrina basada en
el Decálogo y en la predicación del Antiguo Testamento, recogida en el Kérigma de los Apóstoles y perteneciente a la
más antigua enseñanza de la Iglesia que la repite hasta hoy, tiene una precisa
confirmación en la experiencia humana de todos los tiempos. El hombre sabe
bien, por experiencia, que en el camino de fe y justicia que lo lleva al
conocimiento y al amor de Dios en esta vida y hacia la perfecta unión con él en
la eternidad, puede detenerse o distanciarse, sin por ello abandonar la vida de
Dios; en este caso se da el pecado
venial, que, sin embargo, no deberá ser atenuado como si automáticamente se
convirtiera en algo secundario o en un «pecado de poca importancia».
Pero el hombre sabe
también, por una experiencia dolorosa, que mediante un acto consciente y libre
de su voluntad puede volverse atrás, caminar en el sentido opuesto al que Dios
quiere y alejarse así de Él (aversio a Deo), rechazando la comunión de
amor con Él, separándose del principio de vida que es Él, y eligiendo, por lo
tanto, la muerte.
Siguiendo la tradición de
la Iglesia, llamamos pecado
mortal al acto, mediante el
cual un hombre, con libertad y conocimiento, rechaza a Dios, su ley, la alianza
de amor que Dios le propone, prefiriendo volverse a sí mismo, a alguna realidad
creada y finita, a algo contrario a la voluntad divina (conversio ad
creaturam). Esto puede ocurrir de modo directo y formal, como en los
pecados de idolatría, apostasía y ateísmo; o de modo equivalente, como en todos
los actos de desobediencia a los mandamientos de Dios en materia grave. El
hombre siente que esta desobediencia a Dios rompe la unión con su principio
vital: es un pecado mortal,
o sea un acto que ofende gravemente a Dios y termina por volverse contra el
mismo hombre con una oscura y poderosa fuerza de destrucción.
Durante la asamblea
sinodal algunos Padres propusieron una triple distinción de los pecados, que
podrían clasificarse en veniales, graves y mortales.
Esta triple distinción podría poner de relieve el hecho de que existe una
gradación en los pecados graves. Pero queda siempre firme el principio de que
la distinción esencial y decisiva está entre el pecado que destruye la caridad
y el pecado que no mata la vida sobrenatural; entre la vida y la muerte no
existe una vía intermedia.
Del mismo modo se deberá
evitar reducir el pecado mortal a un acto de «opción fundamental» —como
hoy se suele decir— contra Dios, entendiendo con ello un desprecio explícito y
formal de Dios o del prójimo. Se comete, en efecto, un pecado mortal también,
cuando el hombre, sabiendo y queriendo elige, por cualquier razón, algo
gravemente desordenado. En efecto, en esta elección está ya incluido un
desprecio del precepto divino, un rechazo del amor de Dios hacia la humanidad y
hacia toda la creación: el hombre se aleja de Dios y pierde la caridad. La
orientación fundamental puede pues ser radicalmente modificada por actos
particulares. Sin duda pueden darse situaciones muy complejas y oscuras bajo el
aspecto psicológico, que influyen en la imputabilidad subjetiva del pecador.
Pero de la consideración de la esfera psicológica no se puede pasar a la
constitución de una categoría teológica, como es concretamente la «opción
fundamental» entendida de tal modo que, en el plano objetivo, cambie o ponga en
duda la concepción tradicional de pecado mortal.
Si bien es de apreciar
todo intento sincero y prudente de clarificar el misterio psicológico y
teológico del pecado, la Iglesia, sin embargo, tiene el deber de recordar a
todos los estudiosos de esta materia, por un lado, la necesidad de ser fieles a
la Palabra de Dios que nos instruye también sobre el pecado; y, por el otro, el
riesgo que se corre de contribuir a atenuar más aún, en el mundo contemporáneo,
el sentido del pecado.”
(Juan Pablo II Exhortación Apostólica Reconciliatio et Paenitentia)
1 comentario:
muy bueno,bendiciones
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