1. Cuando haya pasado la figura de este
mundo, los que hayan acogido a Dios en su vida y se hayan abierto sinceramente
a su amor, por lo menos en el momento de la muerte, podrán gozar de la plenitud
de comunión con Dios, que constituye la meta de la existencia humana.
Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica,
«esta vida perfecta con la santísima Trinidad, esta comunión de vida y de amor
con ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados se llama
"el cielo". El cielo es el fin último y la realización de las
aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha»
(n. 1024).
Hoy queremos tratar de comprender el sentido
bíblico del «cielo», para poder entender mejor la realidad a la que remite esa
expresión.
2. En el lenguaje bíblico el «cielo», cuando
va unido a la «tierra», indica una parte del universo. A propósito de la
creación, la Escritura dice: «En un principio creó Dios el cielo y la tierra» (Gn
1, 1).
En sentido metafórico, el cielo se entiende
como morada de Dios, que en eso se distingue de los hombres (cf. Sal
104, 2s; 115, 16; Is 66, 1). Dios, desde lo alto del cielo, ve y juzga
(cf. Sal 113, 4-9) y baja cuando se le invoca (cf. Sal 18, 7.10; 144,
5). Sin embargo, la metáfora bíblica da a entender que Dios ni se identifica
con el cielo ni puede ser encerrado en el cielo (cf. 1 R 8, 27); y eso
es verdad, a pesar de que en algunos pasajes del primer libro de los Macabeos
«el cielo» es simplemente un nombre de Dios (cf. 1 M 3, 18.19.50.60; 4,
24.55).
A la representación del cielo como morada
trascendente del Dios vivo, se añade la de lugar al que también los creyentes
pueden, por gracia, subir, como muestran en el Antiguo Testamento las historias
de Enoc (cf. Gn 5, 24) y Elías (cf. 2 R 2, 11). Así, el cielo
resulta figura de la vida en Dios. En este sentido, Jesús habla de «recompensa
en los cielos» (Mt 5, 12) y exhorta a «amontonar tesoros en el cielo» (Mt
6, 20; cf. 19, 21).
3. El Nuevo Testamento profundiza la idea del
cielo también en relación con el misterio de Cristo. Para indicar que el
sacrificio del Redentor asume valor perfecto y definitivo, la carta a los
Hebreos afirma que Jesús «penetró los cielos» (Hb 4, 14) y «no penetró
en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero,
sino en el mismo cielo» (Hb 9, 24). Luego, los creyentes, en cuanto
amados de modo especial por el Padre, son resucitados con Cristo y hechos
ciudadanos del cielo.
Vale la pena escuchar lo que a este respecto
nos dice el apóstol Pablo en un texto de gran intensidad: «Dios, rico en
misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de
nuestros pecados, nos vivificó juntamente con Cristo -por gracia habéis sido
salvadosy con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús,
a fin de mostrar en los siglos venideros la sobreabundante riqueza de su
gracia, por su bondad para con nosotros en Cristo Jesús» (Ef 2, 4-7).
Las criaturas experimentan la paternidad de Dios, rico en misericordia, a
través del amor del Hijo de Dios, crucificado y resucitado, el cual, como
Señor, está sentado en los cielos a la derecha del Padre.
4. Así pues, la participación en la completa
intimidad con el Padre, después del recorrido de nuestra vida terrena, pasa por
la inserción en el misterio pascual de Cristo. San Pablo subraya con una imagen
espacial muy intensa este caminar nuestro hacia Cristo en los cielos al final
de los tiempos: «Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos
arrebatados en nubes, junto con ellos (los muertos resucitados), al encuentro
del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos, pues,
mutuamente con estas palabras» (1 Ts 4, 17-18).
En el marco de la Revelación sabemos que el
«cielo» o la «bienaventuranza» en la que nos encontraremos no es una
abstracción, ni tampoco un lugar físico entre las nubes, sino una relación viva
y personal con la santísima Trinidad. Es el encuentro con el Padre, que se
realiza en Cristo resucitado gracias a la comunión del Espíritu Santo.
Es preciso mantener siempre cierta sobriedad
al describir estas realidades últimas, ya que su representación resulta
siempre inadecuada. Hoy el lenguaje personalista logra reflejar de una forma
menos impropia la situación de felicidad y paz en que nos situará la comunión definitiva
con Dios.
El Catecismo de la Iglesia católica
sintetiza la enseñanza eclesial sobre esta verdad afirmando que, «por su muerte
y su resurrección, Jesucristo nos ha "abierto" el cielo. La vida de
los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención
realizada por Cristo, que asocia a su glorificación celestial a quienes han
creído en él y han permanecido fieles a su voluntad. El cielo es la comunidad
bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a él» (n.
1026).
5. Con todo, esta situación final se puede
anticipar de alguna manera hoy, tanto en la vida sacramental, cuyo centro es la
Eucaristía, como en el don de sí mismo mediante la caridad fraterna. Si sabemos
gozar ordenadamente de los bienes que el Señor nos regala cada día,
experimentaremos ya la alegría y la paz de que un día gozaremos plenamente.
Sabemos que en esta fase terrena todo tiene límite; sin embargo, el pensamiento
de las realidades últimas nos ayuda a vivir bien las realidades penúltimas.
Somos conscientes de que mientras caminamos en este mundo estamos llamados a
buscar «las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios» (Col
3, 1), para estar con él en el cumplimiento escatológico, cuando en el Espíritu
él reconcilie totalmente con el Padre «lo que hay en la tierra y en los cielos»
(Col 1, 20).
(Juan Pablo II Audiencia General 21 de julio de 1999)
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