Llamados a ser santos

Llamados a ser santos
“Todos estamos llamados a la santidad, y sólo los santos pueden renovar la humanidad.” (San Juan Pablo II).

martes, 11 de octubre de 2022

Juan Pablo II en el 40 aniversario de la muerte del Papa Juan XXIII

 


Hace cuarenta años moría el amado y venerado Papa Juan XXIII, al que tuve la alegría de proclamar beato, juntamente con el Papa Pío IX, el 3 de septiembre del año 2000.

El pensamiento vuelve espontáneamente al lunes 3 de junio de 1963:  aquella tarde, cuando miles de fieles de Roma y peregrinos acudieron a la plaza de San Pedro para estar lo más cerca posible de su amado Padre y Pastor, el cual, después de una larga y dolorosa enfermedad, dejaba este mundo.

A las siete de la tarde, en el atrio de la basílica vaticana, el cardenal Luigi Traglia, provicario de Roma, iniciaba la santa misa, mientras él, en su lecho convertido  en  altar,  consumaba su  sacrificio  espiritual, el  sacrificio  de toda su vida.

Desde la plaza de San Pedro, abarrotada de gente, se elevaba unánime hacia el cielo la oración de la Iglesia. Nos parece revivir aquellos momentos de intensa emoción:  las miradas de la humanidad entera se dirigían hacia la ventana del tercer piso del palacio apostólico. El final de aquella misa coincidió con la muerte del Papa bueno.

2. "Este  lecho es un altar; el altar exige una víctima:  ¡heme aquí! Ofrezco  mi  vida  por  la Iglesia, por la continuación del Concilio ecuménico, por la paz del mundo y por la unión de los cristianos" (Discorsi, Messaggi, Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII, V, p. 618).

"Ecce adsum!", ¡Heme aquí! El pensamiento sereno de la muerte había acompañado durante toda su vida al Papa Juan, el cual, en la hora del adiós, proyectaba su mirada al futuro y a las expectativas del pueblo de Dios y del mundo. Con tono emocionado, afirmaba que el secreto de su sacerdocio radicaba en el Crucifijo, siempre conservado celosamente frente a su lecho. "En las largas y frecuentes conversaciones nocturnas —afirmaba— el pensamiento de la redención del mundo me ha parecido más urgente que nunca". "Esos brazos abiertos —añadía— dicen que ha muerto por todos, por todos; nadie queda excluido de su amor, de su perdón" (ib.).

No es difícil captar en estas breves palabras el sentido de su ministerio sacerdotal, totalmente dedicado a hacer que se conociera y amara "lo que más vale en la vida:  Jesucristo bendito, su santa Iglesia, su Evangelio" (ib., 612). Hasta el final latió en él este anhelo. "Mi jornada terrena —concluía el beato Juan XXIII— se acaba; pero Cristo vive y la Iglesia continúa su misión; las almas, las almas:  ut unum sint, ut unum sint..." (ib., 619),

Menos de dos meses antes, el 11 de abril, Juan XXIII había publicado el documento más célebre de su magisterio:  la encíclica Pacem in terris, que he recordado varias veces durante este año. Toda la vida de este inolvidable Pontífice fue un testimonio de paz. Su pontificado fue una altísima profecía de paz, que encontró en la Pacem in terris su plena manifestación, casi un testamento público y universal.

"Es sobremanera necesario —escribió— que en la sociedad contemporánea todos los cristianos sin excepción sean como centellas de luz, viveros de amor y levadura para toda la masa. Efecto que será tanto mayor cuanto más estrecha sea la unión de cada alma con Dios. Porque la paz no puede darse en la sociedad humana si primero no se da en el interior de cada hombre" (Parte V:  AAS 55 [1963] 302).

Para ser centellas de luz es preciso vivir en contacto permanente con Dios. Este venerado predecesor mío, que dejó su impronta en la historia, recuerda también a los hombres del tercer milenio que el secreto de la paz y de la alegría está en la profunda y constante comunión con Dios. El Corazón del Redentor es el manantial del amor y de la paz, de la esperanza y de la alegría.

Nuestro recuerdo del amado Papa Juan se transforma así en oración:  Que interceda desde el cielo para que también nosotros, como él, podamos confesar al final de nuestra existencia que únicamente hemos buscado a Cristo y su Evangelio.

María —a la que solía invocar con la hermosa jaculatoria Mater mea, fiducia mea!— nos ayude a perseverar con la palabra y con el ejemplo en el compromiso de testimoniar la paz para contribuir a la edificación de la civilización del amor.  

(Juan Pablo II Audiencia General 4 de junio de 2003)

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