Para
nosotros que participamos constantemente en la Eucaristía, que obtenemos la
remisión de los pecados en el sacramento de la reconciliación; para nosotros
que experimentamos la incesante solicitud de Cristo por el hombre, por la
salvación de las almas, por la dignidad de la persona humana, por la rectitud y
limpidez de los caminos terrestres de la vida humana, la figura del Buen Pastor
es tan elocuente como lo era para los primeros cristianos, que en las
pinturas de las catacumbas, representaban a Cristo como Buen Pastor,
expresaban la misma fe, el mismo amor y la misma gratitud. Y lo expresaban en
períodos de persecución, cuando estaban amenazados de muerte por la confesión
de Cristo; cuando se veían obligados a buscar los cementerios subterráneos para
orar allí en común y participar en los santos misterios. Las catacumbas de Roma
v de las otras ciudades del antiguo Imperio no cesan de ser un
testimonio elocuente del derecho del hombre a profesar la fe en Cristo y
a confesarlo públicamente. No cesan de ser el testimonio de esa potencia
espiritual que brota del Buen Pastor. El se mostró más potente que el
antiguo Imperio, y el secreto de esta fuerza es la verdad y el amor de los que
el hombre tiene siempre la misma hambre y de los que nunca se sacia.
"Yo soy el buen pastor —dice Jesús— y conozco a las mías y las mías me conocen a mí, como el Padre me conoce y yo conozco a mi Padre" (Jn 10, 14-15). ¡Qué maravilloso es este conocimiento! ¡Qué conocimiento! ¡Llega hasta la verdad y el amor eterno cuyo nombre es el "Padre"! Precisamente de esta fuente proviene ese conocimiento particular que hace nacer la auténtica confianza. El conocimiento recíproco: "Yo conozco... y ellas conocen".
(de la Audiencia General de Juan Pablo II 16 de mayo de
1979)
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